Noviembre es un mes especialmente dedicado a los difuntos. Leemos en «Misericordia et Misera» del Papa Francisco en el número 15: «El momento de la muerte reviste una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la certeza en la vida futura». Creo que son palabras que hemos de tener muy presentes cuando reflexionemos sobre esta cuestión.
Si hay algo que es indiscutible, es que nos vamos a morir. Aunque gocemos de buena salud, es algo que pronto o tarde nos va a suceder. El año pasado, por primera vez en mi vida, tuve que pasar por el quirófano. Pude afrontarlo con bastante serenidad, porque no pude por menos de pensar, que aunque yo me quiera a mí mismo, está claro que Dios y la Virgen me quieren todavía más. Es decir, estoy en buenas manos, y si no hago el idiota, puedo estar tranquilamente convencido que lo que me va a suceder, aunque sea morirme, es lo mejor para mí.
Recuerdo en este punto lo que me dijo un sacerdote, que sabía que iba a morir a las pocas semanas: «A mí me importa muchísimo lo que piense de mí Dios, algo lo que yo pienso de mí, nada lo que opinen los demás». Es indudable que el recuerdo de la muerte nos lleva a actuar de modo diverso. Por ejemplo en España hace pocos días ha iniciado su tramitación la Ley de Ideología de Género. En la primera votación, sólo hubo dos votos en contra, uno, de un diputado de un pequeño Partido que sólo tiene un diputado. El otro, el de un diputado al que le preocupa mucho más Dios por su enfermedad que la disciplina de Partido.
Me gusta mucho esta frase de Paul Ricoeur: «lo específico del cristiano es la esperanza». Por ello el cristiano sí sabe lo que sucede después de la muerte, porque la Resurrección de Jesucristo es una de las verdades de fe más importantes del Cristianismo Pero es evidente que podemos preguntarnos: ¿la resurrección de Cristo, tiene algo que ver conmigo? A esto nos contesta San Pablo. «no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza» (1 Tes 4,13). Y es que la resurrección de Jesucristo es prenda, señal y garantía de mi propia resurrección. Y es que la muerte, por muy desagradable que sea, es sin embargo también la llave que nos abre la puerta de la felicidad eterna. La esperanza de ir al cielo nos consuela, reconforta e incluso nos llena de alegría. Cualquiera de nosotros tiene la experiencia que cuando fallece una persona con frecuencia su último gesto en su rostro es un gesto de alegría y paz, como un dulce sueño, expresión que con frecuencia hemos notado en tantos fieles difuntos. Y es que, como se dice en el Antiguo Testamento: «La vida de los justos está en manos de Dios» (Sab. 3,1) y en el Salmo 116,15: «Preciosa es a los ojos de Yahvé la muerte de sus santos», sin olvidar lo que dice el Nuevo Testamento en el Evangelio de San Mateo 25,34-35 cuando Jesús afirma: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer…».Y es que como dice el Prefacio Primero de la Misa de difuntos: «Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo».
Sabemos esto, creemos esto, pero también nosotros hemos de repetir lo que los Apóstoles le dijeron a Jesús: «Señor, auméntanos la fe» (Lc 17,5).
Sin embargo, también a veces, uno se queda aterrado de la descristianización de nuestra Sociedad. Hace unos años, una conocida Revista preguntó a bastante gente conocida sobre cómo le gustaría morirse. La mayor parte respondió: «Rodeado de mis familiares y amigos». Sólo hubo tres personas que dieron la respuesta correcta y cristiana: «en gracia de Dios»