¿Merece la pena el diálogo en Venezuela?

09 de diciembre de 2016

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No creo que haga falta tener mucha sensibilidad ni un elevado grado de humanidad o de caridad cristiana para estar preocupado, incluso muy preocupado, por lo que está pasando en Venezuela. Sólo el adormecimiento culpable en que vive hoy la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta permiten que sucedan cosas como las que tienen lugar en ese país. La indiferencia de la inmensa mayoría le convierte en cómplice, aunque algunos lo son de un modo más directo, como los que presiden ese grupo de naciones llamadas “países no alineados”, que otorgaron a Maduro la presidencia de la organización. Vamos como si a Hitler o a Stalin les hubieran dado el Nobel de la paz después de invadir Polonia o después de masacrar a millones de judíos o de disidentes en sus respectivos campos de concentración.
 
 Lo que pasa en Venezuela es tan escandaloso como que el Gobierno no sólo no permita a Cáritas repartir medicinas y alimentos, dejando que el pueblo muera de enfermedad y de hambre, sino que cuando alguien manda medicamentos se queda con ellos, como ha sucedido con los que envió Cáritas de Chile para Cáritas de Venezuela. Es una noticia que si la hubiera protagonizado un régimen dictatorial de derechas hubiera dado la vuelta al mundo, pero como quien lo hace es un régimen comunista apenas nadie se ha enterado. Una vez más comprobamos cómo la izquierda puede hacer lo que quiera (robar o matar incluido) sin que pase nada, tienen bula para todo.
 
En este contexto es en el que desde hace más de un mes se están llevando a cabo unas negociaciones entre el Gobierno y la oposición, patrocinadas por el Vaticano. Desde el principio se dijo que era un diálogo-trampa, pero al menos había que reconocer que la Santa Sede tenía la obligación moral de intentarlo, quizá como última salida a una situación que cada vez más parece dirigirse hacia la guerra civil. El 11 de noviembre se llegó a un principio de acuerdo que pasaba, entre otras cosas, por la liberación de los presos políticos y por el permiso a Cáritas para que pudiera distribuir alimentos y medicinas. Desde entonces, pocas cosas de lo que se acordó se han cumplido. Para llamar la atención sobre ese incumplimiento, Lilian Tintori y otras dos mujeres familiares de presos políticos se han encadenado ante el Vaticano, cuestionando la permanencia de la Santa Sede en la mesa de negociaciones. No se puede decir que el Vaticano no haya hecho nada, pues el secretario de Estado, cardenal Parolín, ha enviado una carta pidiendo al Gobierno venezolano que cumpla lo pactado. La respuesta ha sido demoledora. Diosdado Cabello, el segundo en la jerarquía del régimen, ha dicho: “Es una falta de respeto creer que desde el Vaticano van a lograr someter a la patria. Respete. Nosotros no nos metemos con los padres acusados de pedofilia”. Eso sin olvidar al propio Maduro, que hace unos días declaró que “ni por los votos ni por las balas, ni por las buenas ni por las malas” dejará el chavismo el poder.
 
¿Tiene sentido continuar el diálogo en esas condiciones? ¿no es una forma de colaborar con la dictadura, una coartada para que siga ganando tiempo y recupere algo de la deteriorada imagen internacional que tiene? Para responder a estas preguntas quizá debería pensarse en cómo las contestaríamos si la dictadura fuera de derechas, tuviera a más de cien presos políticos en la cárcel, la gente muriéndose de hambre y sin medicinas, y dijera que de ninguno modo va a dejar el poder. ¿No se estaría clamando desde todos los medios de comunicación del mundo para que el Vaticano se levantara de la mesa de diálogo? Me duele Venezuela, pero también me duele que la Santa Sede pueda ver manchado su honor con la acusación de colaboración con los dictadores y asesinos, y temo que si no hay resultados inmediatos eso pueda llegar a suceder.

 

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