El miércoles me desperté con la noticia de que el tribunal que juzgaba la apelación del cardenal Pell, había fallado en contra de él y había sido de nuevo encarcelado. Una profunda sensación de disgusto y de malestar me invadió, no sólo por el cardenal sino también por la propia Iglesia. Luego leí el voto particular del juez que había apoyado la inocencia del cardenal (fueron dos contra uno) y me di cuenta de que yo no era el único en considerar totalmente imposible que Pell hubiera cometido dicha fechoría.
Incluso los dos jueces que fallaron en contra, reconocieron que el jurado podía haber tenido dudas ante las dificultades de credibilidad que presentaba la denuncia, pero no consideraron -como sí hizo el otro juez- que esas dudas eran obligatorias, sino sólo posibles. Curiosamente, uno de los principios básicos de toda condena es que se produzca dejando de lado toda duda razonable, lo cual fue obviado por los dos jueces que rechazaron la apelación del cardenal.
Luego recordé que, días antes, el actual arzobispo de Melbourne (Pell ocupaba ese cargo cuando supuestamente ocurrieron los hechos) había declarado que estaba dispuesto a ir a la cárcel antes de romper el secreto de confesión. Eso se debía a que el Estado de Victoria -cuya capital es Melbourne- ha publicado una ley que obliga a los sacerdotes a informar de los abusos a menores cuando sepan de ellos en el confesonario. Es decir, que el Estado australiano en el que se juzga al cardenal Pell es el más agresivo contra la Iglesia y eso creo que ayuda a entender el por qué del veredicto de los jueces.
Después de eso me enteré del comunicado del Vaticano a propósito de la sentencia. Seguía apoyando a Pell y reivindicaba su inocencia, recordando que aún tiene la posibilidad de apelar al Tribunal Supremo. Si no hubiera sido así, si no hubiera creído la versión del cardenal, tendría que haber puesto en marcha de forma inmediata el proceso administrativo que hubiera reducido al cardenal al estado laical. Agradezco profundamente al Papa Francisco que esté dando su apoyo al cardenal australiano en un momento tan difícil para él. Es algo que le honra y no me parece que se trate de hacerle un favor a un amigo, sino de reconocer que la acusación es absurda como, por otra parte, ha dicho también el arzobispo de Melbourne.
Pero no todo ha sido el “caso Pell” esta semana. El mismo día, el miércoles, se supo que el obispo más anciano del mundo, con 103 años, el chileno Bernardino Piñera, había sido denunciado por una supuesta víctima de un abuso que, supuestamente, ocurrió hace más de cincuenta años. Y más: el fiscal del Estado de Nueva York ha pedido que se aplique a la diócesis de Búfalo el mismo criterio de investigación que se aplica a las organizaciones criminales mafiosas, por no haber denunciado a tiempo los abusos de sacerdotes. Y por si fuera poco otro obispo norteamericano, el de Charleston, ha sido denunciado por un supuesto abuso que habría cometido hace cuarenta años.
Todo esto es como un conjunto de puntos que, unidos, forma una línea que va en una dirección: destruir a la Iglesia a base de minar su credibilidad y arruinarla económicamente. Pero junto a la Iglesia, está siendo destruido un principio jurídico básico: el de la presunción de inocencia. Ambos, la Iglesia y la Justicia, están siendo por igual víctimas y posiblemente a manos de los mismos. ¿De verdad se puede acusar a alguien por algo que, supuestamente, cometió hace decenas de años y de lo que no hay ninguna prueba, como es el caso levantado contra el anciano obispo chileno? La aceptación de las denuncias de adultos que alegaban haber sido molestados cuando eran menores, se basaba en la necesidad de darles la oportunidad de que se les hiciera justicia dando por supuesto que no podía haber pruebas de aquello de lo que acusaban y de que habían quedado tan traumatizados que tardaron muchos años en poder decir públicamente lo que les había sucedido. Ese argumento tiene valor y debe seguir teniéndolo, pero hay que reconocer que puede ser utilizado con otros motivos distintos de la búsqueda de justicia y por personas que no han sido agraviadas en absoluto. Esto es aún más evidente cuando los denunciantes eran mayores de edad en el momento del supuesto agravio, como puede estar pasando con la cantante que denuncia al tenor Plácido Domingo.
Creo que es hora de encontrar un equilibrio entre la protección a las víctimas y la protección de los que pueden estar siendo acusados en falso. Y es hora de encontrarlo por el bien de las personas afectadas -cuyo honor y cuya vida puede quedar destruida para siempre aun siendo inocentes-, por el bien de la institución que está siendo más atacada -la Iglesia- y por el bien del mismo concepto de Justicia. Hoy ya no existe la presunción de inocencia. Hoy ya no se exige al que acusa presentar la carga de la prueba. Basta con acusar para ser creído y para que aquel al que es acusado quede manchado para siempre o incluso -como el cardenal Pell- sea enviado a la cárcel. Como escribía el otro día un amigo mío, ¿y si mañana un loco dice que el Santo Padre le tocó indebidamente hace cuarenta años, vamos a meter en la cárcel al Papa?