Es indudable que hay mucha gente en todas las épocas que ha sabido encontrar el sentido de la vida. Ya en el libro de Hechos, el Señor le dice a Pablo: “Tengo un pueblo numeroso en esta ciudad” (18,10). Pero es cierto también que hay muchas personas que andan desorientadas. En nuestra sociedad prima la ideología materialista relativista. Esta ideología trata de proporcionar al hombre una imagen global y una interpretación total de la realidad. Pretende además que su visión responde al estado actual del conocimiento científico y supera las ideas presuntamente anticuadas de la fe cristiana. Hoy en día el no creer en Dios, y mucho menos en la Iglesia, está de moda. Es lo progre, lo científico -incluso algún materialismo ha llegado a llamarse materialismo científico- y lo políticamente correcto.
No hace mucho me decía una madre que su hijo no creyente le afirmaba la no existencia de Dios por los avances científicos. Es un argumento que me hace sonreír, porque si hay algo que permanece anquilosado en el tiempo es la lucha antirreligiosa contra Dios y su Iglesia. Ya Goebbels decía: “Una mentira cien veces repetida acaba siendo verdad”, y aquí estamos ante una mentira no ya cien veces, sino probablemente dicha millones de veces, pues ya Pasteur en el siglo XIX tuvo que hacerle frente, cuando se encontró con un joven, que por supuesto no sabía con quién estaba hablando, que trató de demostrarle científicamente la no existencia de Dios.
El hecho de que Pasteur tuviese que enfrentarse con esta objeción me muestra que los no creyentes no se preocupan mucho en actualizarse. Pero, sobre todo, lo que me impactó profundamente fue la lectura del libro Contra los cristianos de Celso, autor del siglo II, libro que ha llegado hasta nosotros por las refutaciones de los autores cristianos de la época Patrística. Lo que me asombró de ese libro es que fuera, por razones obvias, de la Inquisición y de las Cruzadas, todos los argumentos que se emplean hoy contra el cristianismo, están ya en él, lo que indica la escasa creatividad de los no creyentes.
El gran problema del ateísmo es la falta de esperanza. No puede dar una respuesta última al problema del sentido de la vida. Al no haber un más allá, al terminarse todo con la muerte, las preguntas sobre el sentido de la vida y sobre mis culpas personales permanecen sin respuesta. El propio San Pablo nos recuerda: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Cor 15,32). Y es que la producción, el consumo y el bienestar no resuelven todos los problemas, porque el hombre necesita amor, sentido y esperanza. A pesar de ello muchos creen que las ciencias pueden explicar el mundo prescindiendo de Dios.
Pero, sin embargo, el no reconocimiento de Dios tiene consecuencias gravísimas. El Concilio Vaticano II afirma: “La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad. Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy con frecuencia sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación” (Gaudium et Spes 21).
Benedicto XVI, en su catequesis en la Audiencia General del 15 de junio del 2011: “Si el hombre no conoce a Dios como Absoluto y Transcendente, cae en esclavitud e idolatría, como han demostrado en nuestro tiempo los regímenes totalitarios y como muestran también las diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos e idolatrías, lo esclavizan”. Si hay algo indiscutible, es que han sido los regímenes ateos del siglo pasado, como nazis y comunistas, los que han ensangrentado a fondo el siglo XX, y que, por supuesto el ateísmo no resuelve nuestros problemas.