Los derechos del Dios de la misericordia

29 de abril de 2016

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Dicen que hace más ruido en el bosque un árbol que cae que mil que crecen lentamente. Aplicado a la Iglesia, cuando un sacerdote comete un delito, es noticia en los principales medios de comunicación del mundo, a veces incluso aunque haya ocurrido en un remoto rincón del planeta y sin que haya sentencia judicial firme. En cambio, hechos extraordinarios, incluso espectacularmente milagrosos, pasan desapercibidos porque hay un deliberado empeño por dar publicidad sólo a lo que perjudica a la Iglesia.

Así ha sucedido hace algunos días con algo realmente impresionante. O que al menos a mí me ha dejado impresionado. Pero para contar esta historia y entenderla, hay que empezar por el principio, porque si los textos hay que leerlos en el contexto, los milagros también.

En la Navidad de 2013 la Iglesia estaba ya incendiada y dividida en torno a la posibilidad de que los divorciados vueltos a casar, entre otros, pudieran comulgar. El argumento de los que estaban a favor era el de la misericordia que había que tener con ellos, olvidando siempre que antes incluso había que pensar en la misericordia que había que tener con el Dios de la misericordia y que pasaba en primer lugar por respetar sus derechos. Ese es el contexto en que se produjo el siguiente hecho.

En una pequeña iglesia polaca, al dar la comunión, una forma consagrada se cayó al suelo, posiblemente después de haber tocado la lengua del comulgante. Entonces el sacerdote decidió ponerla en un vaso con agua para que se diluyera y después hacer lo que la Iglesia tiene previsto para estos casos. Poco después, para sorpresa de todos, en lugar de la forma había una mancha rojiza que parecía sangre. Asustado, el sacerdote lo comunicó al obispo y éste ordenó la máxima discreción y retirar el vaso con el extraño objeto para ver qué pasaba. Al ver que el fenómeno seguía, decidió permitir que algunos fragmentos de aquello fueran enviados a distintos laboratorios sin comunicación entre sí para ser analizados científicamente. Con los resultados en la mano, se informó a Roma y esta semana se ha hecho público el informe que detalla lo sucedido.

Se trata, dicen los informes científicos, de fragmentos de músculo estriado transversal, similar al músculo del corazón, de origen humano y que previamente había estado sometido a la tensión y sufrimiento que aparecen durante la agonía. El obispo, con el permiso de la Santa Sede, ha declarado que se trata de un milagro eucarístico. No puede considerarse de otra manera al hecho de que una forma consagrada, que tiene la naturaleza física del pan, lleve casi tres años transformada en un pedacito de músculo de corazón humano, que sangra. Es para caer de rodillas, pero no sólo ante ese testimonio viviente de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, sino ante cualquier sagrario, pues lo que se conserva en él no son pedacitos de pan insípidos sino la auténtica presencia del Cristo crucificado y resucitado.

Pero, volviendo a lo del contexto, este extraordinario milagro se produce, como he dicho, en pleno debate sobre la posible comunión de personas que están en pecado mortal, y se hace público cuando ese debate debería haber sido ya zanjado, tras la Amoris laetitia, pero sin que por desgracia esto haya sido así, debido a las interpretaciones con que ese documento está siendo leído por algunos, en clara ruptura con el magisterio de la Iglesia y en contra incluso de la literalidad del propio documento. Con ese milagro eucarístico, lo que el Señor quiere decirnos es que está presente en la Eucaristía y que es alguien vivo, alguien que tiene derechos, alguien que sufre. Los supuestos derechos de cualquiera a comulgar deberían estar supeditados a los derechos del “comulgado”, es decir de Cristo. Si Él está ahí, si es alguien y no algo, tiene derechos que debemos respetar antes de tomar en cuenta cualquier otra consideración por misericordiosa que sea. Si no tenemos misericordia con el Dios de la misericordia, una misericordia que empieza por hacerle justicia, la supuesta misericordia hacia los hombres no será más que una farsa populista y demagoga que hará daño a Dios y al propio hombre. Comulgar en pecado mortal ofende gravemente a Dios y no beneficia al que comulga. Se podrá discutir, como pide el Papa que se haga, si en algunos casos concretos, muy excepcionales, la falta de libertad de la persona hace que el pecado que objetivamente comete no le pueda ser imputado. Pero más allá de esto no se puede discutir nada. Dios está realmente presente en la Eucaristía, como nos lo acaba de recordar el extraordinario milagro ocurrido en Polonia, y tiene derecho a que el que comulga esté en gracia. Y sobre esto no puede hacerse ninguna excepción por mucha demagogia que se quiera hacer en torno al concepto de misericordia.

 

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