Las guerras son terreno abonado para las leyendas. Ocurrió así en la Primera Guerra Mundial, cuando el galés Arthur Machen manipuló los ecos que le llegaron del frente y publicó una fábula sobre unos arqueros espectrales que habrían sido vistos en la batalla de Mons.
Sin embargo, su intento por lograr un minuto de gloria ensombrecía los hechos que sí habían ocurrido -confirmados por soldados británicos, belgas, franceses y alemanes-, pero no en Mons, sino en Le Câteau y con san Miguel Arcángel frenando a los teutones.
A pesar de que corre el día 26 del mes de agosto, no es el sol quien azota los campos de Cambrais, al norte de Francia, junto a la frontera belga. No es el sol: son el fuego de mortero alemán y su artillería los que abrasan una tierra que lleva tres días cubierta de pólvora y sangre.
Estamos en 1914 y hace un mes que ha estallado la Gran Guerra. Las tropas del Eje central (el Imperio Alemán y el Austro-Húngaro) están comandadas en este frente por el general Von Kluck, que tiene un objetivo: cruzar Bélgica, avanzar por el norte y llegar a París con movimientos rápidos, envolventes y violentos, que lleven a los alemanes a la victoria cuanto antes.
Hace tres días -el 23 de agosto- que las huestes de Von Kluck llegaron al sur de Bélgica, donde se toparon con las tropas inglesas recién llegadas al continente.
En Mons, 70.000 soldados de la BEF (Fuerza Expedicionaria Británica), bajo el mando del general sir John French, llevan 72 horas comprobando el mortífero potencial alemán. Los teutones los duplican en número, cuentan con una poderosa caballería y su artillería consta de obuses Skoda, que disparan proyectiles de 810 kilos a 12 kilómetros de distancia; morteros ligeros de largo alcance; cañones de campaña con metralla de alto explosivo… Sólo en las primeras 12 horas, habían muerto 1.600 británicos.
Durante dos días, Von Kluck ha ido lanzando a sus divisiones por oleadas y ha matado a 30.000 hombres. El 25 de agosto, después de que los británicos hubieran tenido que retrasar posiciones a la desesperada, French ordenó replegarse hasta Cambrais, ya en Francia. Sin embargo, la desmovilización había sido caótica por el constante acoso enemigo y, al anochecer, la BEF había llegado a los bosques de Le Câteau exhausta, diezmada y viendo cómo las tropas del Kaiser avanzaban por Europa como en un desfile militar.
La súplica a Dios
A 200 kilómetros, en París, la población reza en Montmartre al Sagrado Corazón, y su arzobispo ruega al Santísimo para que llegue la paz que ha reclamado el Papa, pide amparo a la Virgen e implora el auxilio de san Miguel Arcángel para frenar al enemigo.
Llegados a este punto, el general inglés Smith-Dorren dice al general French que sus soldados no pueden huir más y que se va a quedar en Le Câteau para cubrir la retirada del resto de británicos. Es un suicidio heroico, pues sus tres divisiones van a enfrentarse a seis de Von Kluck, sin caballería, sin explosivos y sin esperanza. (En Montmartre el arzobispo continúa suplicando en oración la intervención de san Miguel arcángel). El combate empieza al alba del día 26 de agosto, y cuando llega la tarde, el escenario es un infierno: carros ardiendo, defensas reventadas, cuerpos abatidos. Von Kluck da la orden a su caballería para que aplaste al reducido destacamento de Smith-Dorren y persiga al resto de la BEF. El final se acerca. Es entonces cuando ocurre…
El Arcángel y los ejércitos del cielo
Cientos de británicos ven surgir de la nada tres figuras celestiales que se interponen entre ellos y el enemigo. Una de ellas, la más alta, parece llevar coraza y espada. Algunos hombres creen que es san Jorge, pero los soldados belgas y franceses (lo contarán al día siguiente cuando llegan a Le Câteau), mientras dura la visión, reconocen al arcángel san Miguel.
El estupor crece al comprobar que la caballería alemana, inmovilizada, no ataca. Varios oficiales del Eje desvelarán el secreto más tarde, cuando desmientan una fábula inventada por un escritor galés y aclaren lo que ocurrió en Le Câteau: mientras los británicos ven sólo tres figuras, los ojeadores del Kaiser han alertado a Von Kluck de que una muchedumbre incontable ha llegado al frente. Los caballos alemanes se niegan a avanzar, y eso impide también a la artillería ganar posiciones. Una división de infantería alemana se acerca para abrir fuego, pero vuelve espantada: no son hombres lo que tienen por delante. «Juro por mi honor que vi ángeles», revelará un comandante alemán en 1918. La claridad que irradia la milicia ciega sus ojos y les impide ver las posiciones descubiertas de la BEF. Durante 24 horas, los alemanes no pueden atacar. En ese tiempo, el grueso de los británicos logra llegar al Marne, mientras franceses y belgas acuden en auxilio de los de Smith-Dorren, que consiguen huir.
Las tropas del Kaiser han perdido la ocasión de una entrada veloz en Francia y de eliminar a la BEF, para incredulidad de los estrategas. Aún no lo saben, pero el curso de la guerra ha cambiado para siempre. Mientras en París, las misas concluyen con la oración de León XIII:
San Miguel arcángel, defiéndenos en la batalla…