El duro ascenso hacia el perdón que recorrió Gemma Calabresi luego de que asesinaran a su esposo

18 de marzo de 2022

“Siempre recuerdo esa cara que me decía: está muerto. Me derrumbé en el sofá. Me sentí destruida, vacía, abandonada. Era un dolor insoportable, incluso físico. No sé cuánto tiempo estuve allí … Sé que en un momento determinado llegó Dios. Dios estaba allí conmigo, en ese sofá".

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El lunes 14 de marzo, a las 21.00 horas, en la parroquia de Santa Francesca Romana de Milán (Italia), cincuenta años después del asesinato de su marido, el comisario Luigi Calabresi, Gemma Calabresi Milite presentó su libro "La crepa e la luce", que lleva unos días en las librerías.

 

El libro cuenta el doloroso, auténtico y conmovedor proceso que llevó a Gemma desde un deseo inicial de venganza, al verdadero perdón y a rezar cada día por los asesinos de su marido. "Me costó toda la vida perdonar. Al principio quería venganza. El único momento de paz del día eran los diez minutos que transcurrían entre la toma del Tavor y el sueño. En esos diez minutos me imaginaba poniéndome una peluca roja e infiltrándome en los círculos de la extrema izquierda, hasta encontrar a alguien que se jactara de haber matado a Calabresi. En ese momento sacaba mi pistola del bolso. Y le habría disparado. Cuando pienso en esa chica y en su ira, siento ternura. Lo más importante en mi vida ha sido este camino de pacificación y perdón, que ha durado cincuenta años", confidencia Gemma.

 

Gemma Calabresi habla de sus sentimientos y del camino que ha seguido en el largo tiempo transcurrido desde el asesinato del comisario Luigi Calabresi, héroe civil de Italia, pero que también es su marido y el padre de sus hijos.

 

 

Gemma testimonia al programa Domenica In de la RAI que recibió el don de la fe el mismo día en que su amado esposo fue asesinado. "Me sentí completamente vacía", comienza diciendo. Fue el párroco, padre Sandro -recuerda- quien le dijo con la mirada y sin pronunciar palabras que ‘Gigi’ había muerto. "Lo dijo sin emitir ningún sonido, sólo con los músculos de la boca. Siempre recuerdo esa cara que me decía: está muerto. Me derrumbé en el sofá. Me sentí destruida, vacía, abandonada. Era un dolor insoportable, incluso físico. No sé cuánto tiempo estuve allí, con mis manos en las de padre Sandro. Sé que en un momento determinado llegó Dios. Dios estaba allí conmigo, en ese sofá", relataba esta mujer en una entrevista reciente con el Corriere y proseguía: "Estoy absolutamente segura de ello. Sentí una profunda paz. En medio de todo, con la gente hablando, llorando, gritando, todo estaba apagado, distante. Había tenido una educación religiosa como casi todos los italianos, solía ir a la iglesia los domingos con Gigi, pero no era especialmente religiosa. El don de la fe llegó entonces. Le propuse a padre Sandro: «Vamos a rezar un Ave María por la familia del asesino»".

 

 

"Pero la fe", reflexiona Gemma "no quita el dolor y ese fue el comienzo de un arduo viaje". En efecto, decidió dedicarse a un ministerio exigente: durante treinta años enseñó religión en las escuelas de Milán sin eludir ni siquiera las preguntas espinosas de sus alumnos. "¿Por qué todos los muertos son buenos?", la provocó un día un joven. "Somos nosotros los que debemos recordarlos por el buen ejemplo que nos dieron", fue su no menos desafiante respuesta.

 

Poco después, dice Gemma, aplicó este principio de la parte buena que hay en cada persona también a los asesinos de su marido. "Durante los 11 agotadores años que duró el juicio, me despedía de ellos y pedía a mis hijos que hicieran lo mismo, sin querer encasillar a esas personas en su delito, que quizá fue un error. Recé para que si eran inocentes no fueran condenados y si eran culpables que sus familias, sus hijos, no los abandonaran".

 

 

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