
Juan Laureano García Zinsel era el menor de seis hermanos y se domesticó en su vida 'a poner el pie donde ellos pisaban'. Hijos de una familia de la clase media alta madrileña, los padres poco tiempo destinaban al diálogo y a cuidar los procesos de socialización de sus hijos, que en Juan lo encapsularon en una maraña de complejos, débil autoestima, escasa tolerancia a la frustración y una vertiginosa capacidad para meterse en problemas
Como miles de adolescentes también Juan en sus 13 años era un chico que portaba como estandarte de de identidad la ropa de marca y tras ella refugiaba su insegura personalidad confidencia al portal español Buena Nueva.
Un día en que por llegar tarde a clases tuvo que deambular por las calles se topó con otros chicos del colegio que iban de camino a un salón de billar. “Salieron los porros (hachís), reían y yo quería pasarla bien. Parecía que al fumar desahogaba muchas cosas que tenía dentro y que buscaba canalizar haciendo el tonto (...) perdí totalmente la motivación por el estudio. Solo buscaba divertirme”.
Ocultos complejos y el absurdo de la negación
Tras unos años, cuando comenzó su formación profesional en Hostelería, “seguía sin asistir regularmente a clases”, explica. La desidia, agrega, era tal que ni la temprana muerte de su padre fue un factor para reordenar su camino. “En vez de sentir tristeza, sentí alegría de alguna manera... nunca había tenido un diálogo con él, nunca le conocí. Había muerto, y si encontraba un trabajo, pensé, podría por fin desaparecer de casa”.
A los dieciséis tuvo la oportunidad. Era camarero por la noche en un exclusivo restaurante de Madrid y descubrió -erróneamente- que “tomándome dos copas podía camuflar mis inseguridades”. Probó también su faceta de macho comprobando, apunta, “que en las peleas entre bandas, quien ganaba conseguía de inmediato el reconocimiento del grupo. Entonces comencé a enredarme en conflictos. Ahora lo pienso y me da hasta vergüenza, pero así era yo de frágil, aunque cultivara la imagen de duro practicando boxeo y artes marciales”.
La adrenalina para escapar del miedo a ver
El siguiente ingrediente que sumó a las drogas, la violencia y el alcohol fue una prolífica actividad sexual. Viviendo “al límite”, confiesa, se afirmaba en su ser la certeza que darse “placer era el sentido de la vida”. A más se consumía en sus vicios, mayor era la insatisfacción e incluso con su panda de amigos robaba motos y coches... “simplemente por sentir la emoción de lo prohibido, ya que no teníamos necesidad de traficar con ellos”.
“Cocaína, adrenalina, heroína, más adrenalina, motos” eran su pasión. Y en esta irreflexiva carrera pensó incluso que bien podría postular a voluntario del Servicio Militar en la Guardia Real. Pero fracasó, como también le ocurriría cuando en un viaje de aventuras intentó encontrar trabajo en la costa turística de Islas Canarias. Apenas si sabía dos o tres palabras en inglés, nuevo fracaso. “Entonces por primera vez me di cuenta que era un adicto”.
Una vida con pies de barro
Una de sus hermanas, preocupada al verlo sin rumbo se lo llevó por un tiempo a Londres donde el poder aprender un idioma le dio cierta estabilidad. “Comencé una nueva vida sin drogas ni alcohol; me enamoré de una chica... todo parecía más organizado”. Sin embargo, todo esto sería un paréntesis que duró apenas un tiempo. No pudo sostener la relación y tuvo que retornar a España. “Cuando volví a Madrid cometí el error de volver al pasado sin tener la fuerza para resistir. Me metí otra vez en la boca del lobo”.
A tumbos por la vida, ser invitado por su hermano Carlos a vivir con él en Italia era una aventura que pensó luminosa... pero aquél también era adicto a la heroína y sólo potenció el descalabro de Juan. Sólo tras un violento accidente automovilístico que lo envió por dos años al hospital tendría un encuentro con su verdad...
El “Choque” y una nueva oportunidad perdida
“Necesité doce operaciones. Los dolores eran tan espantosos que solo con morfina podía calmarlos. Pero con mi historial, los médicos dejaron de administrármela temiendo que terminara adicto a ella. Cuando me amputaron mi mano izquierda lleno de rabia por vez primera en años me dirigí a Dios y le dije: «Señor, si existes, ¿por qué me has hecho esto? Claro que, después de lo que le has hecho a tu Hijo...»”.
Al finalizar aquél proceso Juan aún no daba su brazo a torcer, peor aún, focalizando en Dios su rabia y en acto de rebeldía, retomó el consumo de drogas... “Como no podía trabajar de camarero, el novio de mi hermana me ofreció un trabajo de vendedor, pero en la noche muchas veces empalmaba la juerga con el trabajo. Llegó un momento en que la situación era insostenible. Volví de pleno a la búsqueda de emociones. ¡Era la locura total!”
El poder de la oración
Ya nadie soportaba su descontrol y se estaba quedando solo. Una noche, cuenta, hastiado, sólo, pensando en Dios y sabiendo que su hermano Carlos, tan adicto como él, había encontrado un camino de libertad desde la Comunidad del Cenáculo le llamó... “«¡Sácame de esto!», le dije. Y me acogió en la Comunidad de Milán, donde él estaba de responsable”.
“Al mes de entrar me invitó a la capilla y me dice: «Juan, aunque no creas, dile a Dios: 'Si estás ahí, manifiéstate en mi vida'». Por él lo hice y esperé. Pasaron los meses y me trasladaron a Turín. Allí, en plenos Alpes, recuperé el gusto por el trabajo bien hecho, la superación...”.
La semilla da frutos
Poco a poco, la semilla de la fe y la gracia de Dios, sanarían el alma y le darían las herramientas para construir una nueva forma de vida. El que antes era un rebelde lleno de rabia, “me enamoré tanto de Dios que profundicé mi relación con él acudiendo mucho al Santísimo Sacramento”. Esto tomaría mayor significado cuando fue enviado a acompañar la comunidad del Cenáculo en Lourdes. “Allí el responsable, al presentarnos, me dijo: «Juan, no sabes cuánto he rezado por ti». «¡Si no me conoces de nada!», le dije. «A ti no, pero a tu hermano Carlos sí. Él hizo que yo me levantara durante meses a rezar por ti para que entraras en la Comunidad, y el verte aquí hoy hace crecer mi fe». Y me contó todos los sacrificios que mi hermano ofrecía por mí. Eso me sorprendió enormemente. ¡El poder de la oración! Entonces como yo tengo otro hermano, Antonio, que bebía alcohol desde los veinticinco años, empecé a hacer ayuno los miércoles y los viernes por el mediodía y a seguir rezando por la noche, pidiéndole al Señor su curación”.
Hoy Juan a sus cuarenta y cuatro años, sigue ligado a la Comunidad del Cenáculo. Al finalizar, como un mensaje a otros que buscan sanar sus adicciones les recuerda que “un año no es suficiente... A un toxicómano no le puedes decir de primeras que Dios le cambiará la vida, porque sale corriendo. Al principio es el trabajo disciplinado, la relación con los demás, el orden lo que engancha, para ir entrando poco a poco en la oración. Luego ocurre el cambio, porque la oración es lo que sana, salva y transforma a un toxicómano. No dispensamos fármacos ni ayuda psicológica; solo ayuda fraterna, andar en la Verdad, catequesis y, sobre todo, mucha oración”.