La pena de muerte
No es posible defender de forma coherente el derecho a la vida de los no nacidos desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, ni oponerse a la eutanasia y apoyar al mismo tiempo la idea de la pena de muerte. ¿Por qué?
Porque el derecho a la vida no puede relativizarse a la escala de los delitos (o la falta de ellos) de una persona. Se deriva del hecho de que una persona no sólo realiza determinados valores en mayor o menor medida, sino que es un valor en sí misma.
La pena de muerte para los delitos más graves sólo es, en apariencia, una exigencia legítima de justicia. En realidad, atenta contra los fines principales que subyacen a la idea misma de una pena impuesta por la sociedad, como son la reparación del desorden causado por el delito y, para el delincuente, el incentivo y la ayuda para mejorar y la retribución de la culpa.
Juan Pablo II lo señala en su encíclica Evangelium vitae, al hablar de la petición de que el uso de la pena de muerte se reduzca lo más posible o incluso se suprima por completo. En consecuencia, el Papa formula un principio muy claro: "la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes" (Evangelium vitae, 56).
Además, durante su pontificado, el Papa Francisco radicalizó aún más el texto del párrafo 2267 del Catecismo de la Iglesia católica, que trata de la pena de muerte, con la siguiente redacción:
"Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común.
Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente.
Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»[1], y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo".
[1] Francisco, Discurso del Santo Padre Francisco con motivo del XXV Aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica, 11 de octubre de 2017: L'Osservatore Romano, 13 de octubre de 2017, 5.