
¡Es mejor para ustedes que yo me vaya! Éstas son algunas de las palabras de despedida de Jesús la noche antes de morir.
¿Cómo puede ser mejor para nosotros que se vaya alguien a quien amamos profundamente? Eso sólo tendría sentido si la relación fuera disfuncional o abusiva. Pero, ¿cómo puede ser eso cierto en un caso en el que amamos profundamente a alguien y le echaremos dolorosamente de menos?
La ascensión de Jesús proporciona las raíces para una respuesta. Jesús dice a sus discípulos que es mejor para ellos que se vaya, porque, si no, no podrán recibir su Espíritu. ¿Por qué? ¿Por qué tiene que irse para que los que le aman puedan recibir su Espíritu?
Esto juega con el misterio de la presencia y la ausencia. Aportamos algo a los demás con nuestra presencia, pero también les dejamos algo con nuestra ausencia. En resumen, lo que dejamos en nuestra ausencia es un nuevo espacio en el que pueden acogernos con mayor pureza. Esto puede sonar demasiado abstracto, pero lo experimentamos de forma cotidiana en nuestras vidas.
He aquí un ejemplo: Imagina a una joven, profundamente querida por sus padres, que acaba de graduarse en el instituto y se marcha de casa para ir a la universidad, o formarse para el mundo laboral, o empezar a trabajar en un empleo. Sus años de infancia han terminado para siempre y ella lo siente, al igual que sus padres. Hay dolor y tristeza por ambas partes. Probablemente no tendrá palabras, pero si las tuviera, podría decir a sus padres lo que Jesús dijo a sus seres queridos al pronunciar sus palabras de despedida: Es mejor para ustedes que me vaya; de lo contrario, no podrán recibir mi espíritu.
Salvo que, para ella, las palabras sonarían así: Es mejor para ustedes (y para mí) que me vaya; de lo contrario, siempre seré su niña pequeña y no podré regalarles mi presencia adulta. Necesito irme para que mi ausencia cree el espacio que me permita volver a ustedes como adulta.
Tal es el misterio de la presencia y de la ausencia. Tal es también el misterio de la ascensión de Jesús, cómo un nuevo espíritu puede ser reconocido y recibido sólo después de que haya ocurrido una ausencia, una partida.
Esto se describe con fuerza en la escena del Evangelio de Juan cuando María Magdalena se encuentra con Jesús resucitado el Domingo de Pascua. Al principio, no le reconoce, pero, cuando lo hace, su reacción inmediata es abrazarle con un abrazo familiar. Sin embargo, Jesús la detiene con estas palabras: «No te aferres a mí porque todavía no he subido a mi Padre y a tu Padre».
¿Por qué? ¿Por qué Jesús parece reacio a recibir un abrazo familiar de una amiga de toda la vida?
La vacilación tiene que ver precisamente con la familiaridad. María quería acoger de nuevo a su antiguo Jesús, pero éste no era su antiguo Jesús. Era el Cristo resucitado, que ahora tenía algo nuevo que darle. Lo que Jesús le estaba diciendo suavemente cuando le pidió que no se «aferrara» a él era que, si seguía aferrada a su antigua persona, a la forma en que antes lo había tenido, sería incapaz de recibir su nueva presencia y lo que ahora le traía.
El intento de María Magdalena de abrazar a Jesús resucitado es semejante al de unos padres cariñosos que, habiendo echado de menos dolorosamente a su hija ya adulta mientras estaba fuera, le dan la bienvenida a casa con un abrazo y las palabras: ¡Nuestra pequeña ha vuelto a casa! Al oír estas palabras, la hija, lo exprese o no, tendría que decir suavemente: Si te aferras a la niña que una vez tuviste, serás incapaz de recibir las riquezas que tu hija adulta puede aportarte ahora.
Esta dinámica, cómo la dolorosa ausencia de alguien a quien amamos puede transformar su presencia para que ahora pueda nutrirnos de un modo más profundo, es la esencia del misterio de la ascensión, de la ascensión de Jesús y de la nuestra.
Aun así, es difícil no aferrarse. Cuando vemos a quienes nos rodean cambiar, crecer, alejarse y convertirse en algo distinto de cómo siempre los hemos conocido y amado, como María Magdalena, podemos llorar de alegría y de pesar: de alegría por ver a nuestra niña ahora convertida en una vibrante mujer adulta; de pesar porque la hemos perdido en la forma en que una vez la tuvimos como nuestra hermosa niña.
Es mejor para ustedes que yo me vaya. Jesús pronunció esas palabras la noche antes de morir. Yo estaba en el lecho de muerte de mi padre y de mi madre. Nuestra familia se aferró a ellos. De ninguna manera creíamos que era mejor para nosotros que se fueran. Hace ahora cincuenta años que murieron y, por dolorosa que fuera su partida, nos damos cuenta de que ahora pueden darnos algo que no podíamos recibir de ellos antes de que se fueran.