Adrien Candiard es un joven dominico francés que vive en El Cairo. Además de ser teólogo, tiene una buena formación histórica e investiga las realidades del Islam. Ha viajado a España para presentar en Madrid la versión española de su libro La libertad cristiana. De Pablo a Filemón (Ed. Encuentro), un libro muy recomendable para todos aquellos que no quieren reducir el cristianismo a un moralismo en el que la única cuestión fundamental es si esto es lícito o no lícito.
En apenas un centenar de páginas Candiard combina experiencias personales con un profundo conocimiento de la Escritura. Podría haberse basado en múltiples referencias de los evangelios y de otros libros del Nuevo Testamento, pero ha elegido para construir su discurso sobre la libertad cristiana la carta de Pablo a Filemón. Son solo 25 versículos, aunque con los ingredientes necesarios para dirigir a los cristianos de hoy un mensaje muy claro. Recordemos que el esclavo Onésimo huyó de la casa de su amo Filemón, que era cristiano, pero en su camino se encontró con Pablo, que le bautizó y le dio una carta para presentarse con ella a su amo. Señala Candiard que en esa carta el apóstol podía haber ordenado a Filemón que recibiera al esclavo fugitivo o que le pusiera en libertad. Por el contrario, Pablo apela a la libertad de Filemón con estas palabras: “Aunque tengo plena libertad en Cristo para indicarte lo que conviene hacer, prefiero apelar a tu caridad”. Ahí radica precisamente la libertad cristiana. No en una obediencia pueril, en expresión del autor. Consiste en una apelación a la responsabilidad personal, y siempre de la mano de la caridad, la mayor de las virtudes cristianas.
Desde nuestra lógica podríamos pensar que Pablo tendría que haber encarecido enérgicamente a Filemón que pusiera en libertad a Onésimo porque no es cristiano transigir con la esclavitud. Sin embargo, como bien señala el autor del libro, Pablo no defiende tanto la libertad de Onésimo como la del propio Filemón. El apóstol podía también haber pedido a Filemón retener a su lado al esclavo porque se había convertido al cristianismo. Tampoco hace eso Pablo. No impone su jerarquía. Antes bien, escribe: “Pero no he querido retenerlo sin contar contigo; así me harás este favor, no a la fuerza sino con toda libertad”.
Esta es la gran enseñanza de este libro: el cristianismo no se impone por la fuerza porque su fundamento es la libertad, la libertad de los hijos de Dios, a la que también se refiere san Pablo (Rom 8, 21). Sin embargo, Candiard no oculta que algunos cristianos de hoy podrían interpretarlo como una justificación del relativismo. No tienen en cuenta que, en expresión de Paul Claudel, Cristo nos ha liberado de la moral. Desde su experiencia personal, el dominico señala que ha encontrado a muchas personas que le han preguntado sobre lo que está permitido, está prohibido y es obligatorio. Eran lo único que querían saber porque tenían miedo a equivocarse. Anteponían sus seguridades a todo lo demás. Ese es un camino hacia la “perfeccionitis”, una actitud no muy diferente, como indica el autor, a la de un pagano que en la Antigüedad hacía un sacrificio a Neptuno para asegurarse una feliz travesía marítima. La religión se convierte así en un intercambio: yo cumplo con toda clase de preceptos y devociones y Él me ayuda en este mundo y luego me asegura la salvación eterna. Sin embargo, el amor de Dios es gratuito y eso nos desestabiliza. No acabamos de comprender el “todo es gracia” de Teresa de Lisieux, y menos todavía que “la gracia es olvidarse” de Bernanos. Podríamos añadir que quien no comprende esto, no comprende a Zaqueo y al buen ladrón ni tampoco las parábolas del hijo pródigo o de los trabajadores de la viña. Han olvidado que el reino de Dios es una herencia para sus hijos, no el resultado de un titánico esfuerzo personal.
Cuando comprendemos que todo es gracia, apreciamos mejor la libertad. La libertad está en la esencia del cristianismo. Lo demuestra la actitud de Pablo hacia Filemón, al que llama hermano en su carta y subraya que ha experimentado gran gozo y consuelo por su amor. Es el amor, y no un moralismo mal entendido, el gran compañero de la libertad cristiana.