En las palabras que el Papa Francisco dirigió a la Iglesia en Mongolia, pequeña en los números pero grande en la caridad, se encuentran preciosas ideas, útiles mucho más allá de las fronteras de esta tierra donde la mirada se pierde en el horizonte de las estepas.
A esta Iglesia todavía naciente, el Sucesor de Pedro recordó qué es la misión, es decir, "gastar la propia vida por el Evangelio". Dijo que, precisamente porque "se ha experimentado en la propia vida la ternura del amor de Dios", ese "Dios que se ha hecho visible, tocable, encontrable en Jesús", buena noticia destinada a todos los pueblos, la Iglesia "no puede dejar de llevar" este anuncio, "encarnándolo en la propia vida y 'susurrándolo' al corazón de las personas y de las culturas".
La imagen del "susurro al corazón" es especialmente evocadora. El cristianismo no se difundió mediante fragorosas batallas culturales o proclamas; ni – por otra parte – mediante la acomodación de esa religión burguesa, hecha de ritos, tradiciones y vida tranquila ya en su tiempo denunciada por Charles Peguy.
Es un anuncio del que hay que dar testimonio ante todo con la propia vida, y así susurrarlo a los corazones de las personas y de las culturas. El verbo "susurrar" recuerda aquel pasaje del Primer Libro de los Reyes, en el que Dios no se manifiesta al profeta Elías en el terremoto o en el fuego, sino con el "murmullo de un viento suave".
Verdaderamente sólo la reverberación del testimonio puede atraer. No es casualidad que Friedrich Nietzsche reprochara así a los cristianos de su tiempo: "¡Por su fe, sus rostros han sido siempre más dañinos que nuestras razones!”.
El camino privilegiado del testimonio, como se ve encarnado en la realidad de la pequeña Iglesia en Mongolia, es la caridad. Francisco invitó a los católicos de este país a permanecer siempre en contacto con el rostro de Jesús para volver una y otra vez a esa mirada original de la que todo nació. Porque, de lo contrario, incluso el compromiso pastoral hace que "se corra el riesgo de convertirse en un estéril suministro de servicios, en una sucesión de acciones debidas que acaban por no transmitir nada".
A continuación, el Papa subrayó que el Nazareno, al invitar a sus discípulos en misión, no los envió "a difundir un pensamiento político, sino a testimoniar con su vida la novedad de su relación con su Padre, que se había convertido en ‘Padrenuestro’, suscitando así una fraternidad concreta con todos los pueblos".
La Iglesia que nace de este mandato es, por tanto, pobre, no se apoya en sus propios recursos, estructuras y privilegios, no necesita la muleta del poder, sino que "se apoya sólo en una fe genuina, en el poder desarmante y desarmado del Resucitado, capaz de aliviar el sufrimiento de la humanidad herida".
Por eso, añadió Francisco, los gobiernos y las instituciones seculares "no tienen nada que temer de la acción evangelizadora de la Iglesia, porque ella no tiene ninguna agenda política que perseguir, sino que sólo conoce la humilde fuerza de la gracia de Dios y de una Palabra de misericordia y de verdad, capaz de promover el bien de todos".
Palabras significativas no sólo para un país como Mongolia, donde el respeto a las distintas religiones tiene una tradición centenaria, sino también para sus grandes "vecinos" limítrofes.