La historia bíblica de Saúl es una de las grandes tragedias de toda la literatura. La historia de Saúl da ocasión a que Hamlet se parezca a un personaje de Disney. Hamlet, al menos, tenía poderosas razones para la amargura que le cercaba. A Saúl, dado el comienzo que tuvo, le tenía que haber resultado mejor, mucho mejor.
Su historia empieza con el anuncio de que en todo Israel nadie rivalizaba con él en altura, fortaleza, bondad y aceptación. Un líder natural, el primero entre iguales; su extraordinario modo de ser fue reconocido y proclamado por el pueblo. Lo nombraron su rey. El comienzo de su historia es materia de cuento de hadas, y continúa de esta manera durante cierto tiempo.
Sin embargo, en un momento, las cosas empezaron a ir mal. Ese momento fue la llegada de David a escena: un hombre más joven, más agraciado, más dotado y aclamado que él. Los celos se apoderan de él y la envidia empieza a envenenar el alma de Saúl. Mirando a David, observa sólo una popularidad que eclipsa la suya propia, no la bondad de otro hombre, ni siquiera lo que esa bondad ofrece a otros. Por el contrario, se vuelve amargado, intolerable, hostil, intenta matar a David y, por fin, muere por su propia mano, un hombre airado que ha caído lejos de la inocencia y bondad de su juventud.
¿Qué sucedió aquí? ¿Cómo se entiende que alguien que tiene tanto a favor suyo -bondad, talento, aplausos, poder, bendición- se vuelva un hombre amargado, intolerable que acaba quitándose su propia vida? ¿Cómo sucede esto? La finada Margaret Laurence, en una brillante y sombría novela, The Stone Angel (El ángel de piedra), ofrece una buena descripción de cómo sucede esto y cómo sucede de modo que resulta oculto para aquel que está experimentando la transición.
Su personaje principal, Hagar Shipley, es un estilo de “Saúl”. La historia de Hagar empieza como la suya: es joven, inocente y llena de posibilidades. ¿Qué va a ser de semejante mujer joven, bella, brillante y talentosa? Tristemente, no mucho en realidad. Es arrastrada por todo: la edad adulta, un matrimonio infeliz y una profunda decepción no reconocida y callada que al fin la deja abandonada, fría, amargada y sin energía ni ambición. Lo que resulta tan singular como triste es que ni ella misma ve nada de esto. En su mente, subsiste la chica joven, inocente, bondadosa, popular y atractiva que estuvo una vez en la escuela secundaria. No se hace cargo de qué pequeño ha venido a ser su mundo, de qué pocos amigos verdaderos tiene, de qué poco admira algo o a alguien, ni tampoco en qué abandono físico ha caído.
Su despertar es súbito y cruel. Un día de invierno, andrajosamente vestida con un viejo abrigo con capucha, toca la campanilla de una casa donde ella despacha huevos. Un ocurrente chico responde, y Hagar logra oír que ese chico dice a su madre: ¡Esa horrible vieja de los huevos está a la puerta! El centavo cae.
Aturdida, se marcha de la casa y se dirige a un baño público donde enciende todas las luces y examina su rostro en un espejo. Lo que vuelve sus pensamientos al pasado es un rostro que ella no reconoce, alguien patéticamente en contradicción con quien ella se imagina ser. En realidad, ve a la mujer horrible y anciana de los huevos que vio el chico en la puerta, más bien que a la mujer joven, agraciada, atractiva y de gran corazón que ella aún se imagina ser. “¿Cómo puede haber sucedido esto?”, se pregunta. ¿Cómo podemos nosotros, insensibles a nosotros mismos, convertirnos en alguien a quien no conocemos ni nos gusta?
De algún modo, esto nos pasa a todos. No es fácil envejecer, aceptar la caída de lo que soñamos para nosotros mismos, observar a los jóvenes tomar posesión y recibir la popularidad y aclamación que una vez fueron nuestras. Al igual que Saúl, podemos llenarnos de unos celos que no reconocemos, y como Hagar, podemos crecer amargados y feos sin darnos cuenta. Los demás por supuesto que lo notan.
No es que no ganemos algo cuando sucede esto. Normalmente, crecemos más astutos, más inteligentes al modo del mundo y permanecemos siendo gente de buen corazón y generosos. Con todo, tendemos a ser más intratables de lo que éramos antes, a quejarnos demasiado, a sentirnos demasiado pesarosos por nosotros mismos y a darnos más a maldecir que a bendecir a los que nos han reemplazado: los jóvenes, los populares, los aclamados.
Y así, la penúltima tarea espiritual y humana de la segunda mitad de la vida es dejar esa celotipia y fealdad, y retornar de nuevo al amor, a la inocencia y a la bondad de nuestra juventud con el fin de purificarnos, mudarnos hacia una segunda ingenuidad y empezar de nuevo a admirar algo.
Al comienzo del libro del Apocalipsis, Juan, dando a entender que habla de parte de Dios, tiene un consejo para nosotros, al menos para aquellos de nosotros que estamos más allá de la flor de la juventud: “He visto qué duro trabajas. Reconozco tu generosidad y todo el buen trabajo que realizas, pero tengo esto contra ti: ¡Ahora tienes en ti menos amor que cuando eras joven! ¡Vuelve y fíjate desde dónde has caído!”
Podríamos desear oír esto de parte de la escritura antes de que lo oigamos casualmente de alguna joven diciendo a su madre que una persona abatida, amargada y vieja está a la puerta.