No es ninguna broma

27 de julio de 2023

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Desgraciadamente, tengo la impresión de que seguimos sin darnos cuenta de la gravedad de la situación. Como Iglesia, nos parecemos a un barco a la deriva impotente en alta mar, con marineros corriendo por la cubierta intentando atrapar el viento del Espíritu Santo en unas velas arrugadas por la vejez, y un grupo de pasajeros pasivos que observan con nostalgia cómo otros barcos -barcos a motor- desaparecen de su vista en la distancia. Y no se trata en absoluto de que no sepamos adónde ir, o de que carezcamos de timonel. El problema es que Dios puede ser hoy el combustible de nuestro motor, pero seguimos prefiriendo obstinadamente usar remos.

 

La metáfora por supuesto, puede ser torpe e imperfecta. Pero ¿qué nos muestra cuando levantamos su velo? Un problema que nos incomoda cada vez más, tanto en el ámbito de nuestra relación con la comunidad intraeclesial como en nuestras relaciones con el mundo. Además, es algo que se complejiza por la realidad tecnológica y social que nos rodea.

 

Cuando el cristianismo tuvo que confrontar su mensaje con los conceptos religiosos y las corrientes de pensamiento dominantes en el mundo grecorromano del siglo II d.C., realizó un arduo esfuerzo para articular sus verdades en el sistema conceptual de la filosofía griega. Se necesitaron cien años para poder elaborar la primera síntesis seria y completa de la teología cristiana (Orígenes, "Sobre los principios"), y otros doscientos para revisarla (aproximadamente hasta el "De Trinitate" de San Agustín). ¿Mucho tiempo? Veámoslo de otro modo. Durante este tiempo, el cristianismo repensó y desarrolló sistemáticamente toda su concepción de la salvación, la creación, Dios, el hombre y el mundo. Es más, lo expresó en conceptos y en un lenguaje que entonces se consideraba la cúspide de la modernidad y la ciencia. La visión agustiniana de Dios podía ser debatida, polemizada e incluso cuestionada. Pero no podía ignorarse. Al fin y al cabo, el concepto de la Trinidad y la unión del alma con Dios se expresaba sobre la base de los hallazgos filosóficos del neoplatonismo, el sistema más importante de la metafísica griega de la época. En aquella época, no se trataba de una quimera, una adivinación o una especulación superficial. Para la gente de la Antigüedad y la Edad Media, la filosofía era la ciencia suprema. Había mucho que reprochar al cristianismo de la época, pero desde luego no una falta de modernidad. Es como si, hoy en día, las cuestiones más importantes en el ámbito de la antropología, la cosmología o la dogmática cristianas se expusieran en el lenguaje de la neurociencia o la mecánica cuántica. ¿El resultado? Durante los siglos venideros, fue el cristianismo quien dominó la configuración de la ciencia y la cultura europeas.

 

Hoy seguimos hablando del hombre, de Dios y del mundo, pero todavía utilizamos algunos conceptos, surgidos hace más de dos mil años y pertenecientes a antiguos sistemas de pensamiento, modernos en su momento, pero que hoy resultan profundamente arcaicos. Seguimos hablando de que el hombre tiene alma, pero buscamos en vano ese concepto en el lenguaje de la psicología reciente. ¿Podemos sustituirlo hoy y de qué manera? ¿Cómo transponer la antropología católica al lenguaje de las ciencias humanas modernas?

 

No es diferente en el ámbito de lo que es más sagrado para nosotros. Sostenemos que, en la Eucaristía, durante la transubstanciación, la sustancia del pan y del vino se transforma en la sustancia del cuerpo y de la sangre de Jesús, pero conservando los atributos de los primeros. Y con razón. Pero al decir esto, estamos utilizando viejas categorías aristotélicas, que todavía brillaban en tiempos de Tomás de Aquino, pero que hoy ya no dicen nada a los físicos o químicos.

 

Esto no quiere decir que estén equivocados. Reflejan una intuición acertada, pero desde una perspectiva moderna y científica lo hacen de forma arcaica, ingenua y torpe. ¿Cuál es el efecto de esto? Entre otras cosas, que a los cristianos nos resulta cada vez más difícil describir las verdades que nos importan de un modo atractivo para la ciencia y la cultura modernas; que mezclamos cada vez más los órdenes, incapaces de distinguir entre espiritualidad y psicología, entre estados emocionales e inspiraciones del Espíritu Santo; que caemos en errores e incluso creamos nuevas versiones de viejas herejías; que tratamos a la ciencia moderna con recelo, sin saber si temerla o aceptarla; que utilizamos un lenguaje que suena extraño a los jóvenes y hace que los mayores se encojan de hombros con lástima. Los ejemplos de tales insuficiencias y los ámbitos en los que pueden observarse son interminables. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de que por fin las reconozcamos por nosotros mismos y, cuanto antes, salgamos del estupor intelectual en el que nos encontramos. No es ninguna broma.

 

Por supuesto no soy ingenuo. No creo que sea posible repetir algo como la gran síntesis medieval y expresar de nuevo las verdades cristianas clásicas, de un modo moderno, sin cambiar su esencia, pero adaptándolas adecuadamente a las exigencias científicas modernas. En mi opinión, esto no es posible, aunque sólo sea porque la propia ciencia está tan diversificada y los cambios en la ciencia son tan dinámicos que crear una gran síntesis teológica y construir algo parecido a un sistema de pensamiento cristiano moderno ya no es factible. Hoy en día, el pensamiento sistémico ha sido sustituido por el pensamiento problemático, y el tiempo de las síntesis ha pasado. Sin embargo, esto no cambia el hecho de que existe una necesidad urgente de reconocer algunas áreas problemáticas clave desde la perspectiva del contacto con el mundo moderno, en las que la Iglesia necesita repensar y volver a hablar de su enseñanza; no para diluirla o modificarla a la fuerza en cuestiones significativas, sino para mostrar su belleza y su valor de una manera moderna que responda realmente a los dilemas de la actualidad.

 

Para ello, sin embargo, es necesario un sólido despertar de la comunidad teológica, filosófica y científica cristiana. Para mí, personalmente, es evidente que la esencia del mensaje cristiano, en sus múltiples aspectos y manifestaciones, no sólo no ha quedado obsoleta, sino que sigue siendo portadora de sentido y de salvación para el mundo. El único problema es cómo demostrar esta obviedad de un modo que pueda convencer al hombre de hoy.

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