«Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,5). Leyendo este pasaje superficialmente y sin una comprensión adecuada, uno podría preguntarse por qué Jesús promete tanto a aquellos cuya actitud se asocia con la mansedumbre. Al fin y al cabo, la tierra no es un terreno cultivable ni un solar edificable, sino una parcela en la eternidad. Jesús no promete algo temporal y pasajero, sino la participación en una patria nueva, que es idéntica a la vida eterna en el Reino de los Cielos. La tierra que poseerán los mansos simboliza, pues, la plenitud de una vida feliz con Dios que no tendrá fin. ¿Demasiada «mansedumbre»? Es más, el propio Jesús parece identificarse especialmente con esta bendición. Al fin y al cabo, San Mateo en su Evangelio también recoge estas palabras Suyas: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
La misma palabra griega πραΰς (praus) aparece tanto en este pasaje como en el de las Bienaventuranzas. Resulta, sin embargo, que no significa en absoluto mansedumbre, como forma de silencio o actitud de retraimiento. Literalmente, debería traducirse como «apacible», «suave». ¿Por qué entonces traducimos ' mansos ' en plural?
Por un lado, es una especie de arcaísmo que se ha establecido y sobrevivido en nuestro idioma. Es cierto que ya no se utiliza en el lenguaje hablado, sólo en el contexto del silencio, como término para designar a una persona discreta, un poco reservada, recatada, que no impone, que rehúye el ruido, que no alborota. Sin embargo, en la literatura el término «manso» sigue utilizándose ocasionalmente en un sentido cercano al bíblico. Al fin y al cabo, el «manso» del que habla Jesús es una persona que controla su ira, que no levanta la voz, que no reacciona con violencia, que no cede a la cólera.
La «mansedumbre» así entendida se encuentra en quienes se han librado de sí mismos. Son personas desarraigadas de las pasiones de este mundo, centradas en Dios y que sacan su fuerza de Él. Por eso exudan mansedumbre y por eso experimentamos su dulzura cuando entramos en contacto con ellos. No es debilidad ni fragilidad. Al contrario, hay una gran fuerza y un poder divino escondidos en ella, traducidos al lenguaje de la sensibilidad discreta y la empatía. Esa «mansedumbre» da sensación de seguridad e inspira confianza, y Jesús la pone como modelo, prometiendo que quienes tienen esa actitud son los herederos de su reino.
Además, Él mismo se pone como modelo de mansedumbre y dulzura, invitándonos justamente a que aprendamos de Él a ser «mansos». Porque, en definitiva, no llegaremos a serlo mediante una actitud de cerrazón y de repliegue temeroso, sino imitando a Jesús en su actitud hacia los demás. De este modo, podremos encontrar el impulso más adecuado para crecer en el amor y para comunicar este amor a los demás; para que Dios pueda servirse de nosotros en esto. Para ello no se necesitan aptitudes ni habilidades especiales. La «mansedumbre» no requiere grandes obras, un capital poderoso o actividades espectaculares. Se manifiesta en un simple gesto, una mirada, una caricia y una sonrisa. Es el amor expresado en el lenguaje de la vida cotidiana ordinaria.