La filosofía moderna privilegió la racionalidad, la teoría y el pensamiento. Frente a ella en los dos últimos siglos se desarrollaron los romanticismos, el vitalismo, el nihilismo y todos los movimientos que privilegian la expresión emocional y la vida por encima de la razón, que consideran fría e inhumana. El éxito de la tecnología y la aparente subordinación actual de los seres humanos a las máquinas puede ser entendida como la culminación de esta racionalidad sin alma.
La tradición pragmatista, inaugurada por los norteamericanos Peirce, James y Dewey, aspira a superar esos dualismos, que dividen dramáticamente la vida humana, mediante una síntesis razonable y creativa que brote de la reflexión sobre la experiencia personal. Los pragmatistas, lejos de los grandes sistemas de cuño idealista, aspiran a reconstruir razonablemente la vida humana y la sociedad. John Dewey escribió en The Need of a Recovery in Philosophy que «la filosofía se recupera a sí misma cuando deja de ser un recurso para ocuparse de los problemas de los filósofos y se convierte en un método, cultivado por filósofos, para ocuparse de los problemas de los hombres». Con Hilary Putnam me gusta recordar «que los problemas de los filósofos y los problemas de los hombres y las mujeres reales están conectados y que es parte de la tarea de una filosofía responsable lograr esa conexión». Este y no otro es para mí el papel de la filosofía.
Por este motivo, me ha encantado un hermoso texto del escritor Azorín (1873-1967) en su «Confesión de un autor» (1905) que me ha pasado mi sabio amigo Víctor García Ruiz. Se trata de un pasaje en el que Azorín cita a William James, concretamente a su libro Los ideales de la vida, traducido al castellano en 1904 por el intelectual catalán Carlos M. Soldevila (Ed. Maucci, Barcelona). Copio el texto:
«Si vosotros afirmáis que este pueblo es gris y paseáis por él con aire de superioridad abrumadora, yo os diré que la vulgaridad y la monotonía no están en el pueblo, sino en vosotros. La vida merece siempre ser vivida, y todo consiste en tener la sensibilidad correspondiente —dice William James en su maravilloso libro Los ideales de la vida—; muchos de nosotros pertenecientes a las clases que a sí mismas se llaman cultas, nos hemos alejado demasiado de la Naturaleza. Nos hemos dedicado a buscar exclusivamente lo raro, lo escogido, lo exquisito, y desdeñar lo ordinario. Estamos llenos de concepciones abstractas y nos perdemos entre las frases y la palabrería; y así es que mientras cultivamos esas funciones más elevadas, la peculiar fuente de la alegría, que se halla en nuestras funciones más simples, muy a menudo se seca, de modo que quedamos ciegos e insensibles en presencia de los bienes más elementales y de las venturas más generales de la vida».
Y añade Azorín unas líneas más abajo: «Hay ya una nueva belleza, un nuevo arte en lo pequeño, en los detalles insignificantes, en lo ordinario, en lo prosaico». Qué importante es descubrir el formidable valor de lo ordinario. En nuestros días tanto Stanley Cavell (1926-2018) como Charles Taylor (1931- ) han prestado atención con un amplio dominio técnico a esta cuestión. En la tradición cristiana, en particular en las enseñanzas de san Josemaría, se encuentra también una luminosa defensa de la santificación de lo ordinario, que llegó a llamar con una audaz expresión «el materialismo cristiano». A cada uno le toca descubrir —venía a decir el fundador de mi Universidad en su homilía en el campus en octubre de 1967— ese algo divino que en los detalles ordinarios se encierra.
Durante las tres últimas décadas en mis cursos de «Filosofía del lenguaje» he procurado presentar siempre a los filósofos que abordaba dando cuenta primero de su vida, de sus preocupaciones vitales, para mostrar que ahí es dónde nacían sus problemas e inquietudes filosóficas. No aspiraban a construir teorías, a elucubrar pensamientos originales, sino que querían ganar luz sobre las cuestiones que les interpelaban vitalmente. Pienso con los griegos que la filosofía es una forma de vida.
Hace unas pocas semanas visité la Gemäldegalerie de Berlín donde pude ver un cuadro de Gioacchino Assereto (1600-1649) en el que pinta la conocida escena de Alejandro Magno con el filósofo Diógenes. Cuando fue a visitar el gran Alejandro con toda su pompa a Diógenes, que vivía en un barril a las afueras de Corinto, le dijo: «Pídeme lo que quieras». Según la leyenda, Diógenes solamente le respondió: «Apártate un poco porque me estás tapando el sol».
Articular pensamiento y vida, pensar nuestra vida para poder llenarla de sentido y enseñar a los demás a hacerlo así. Esa es la tarea a la que aspiramos quienes nos dedicamos a la filosofía.