El día 27 de abril va a quedar para el presente y la posteridad como una fecha que nos abre la puerta a un camino de una gran esperanza: Juan XXIII y Juan Pablo II, dos Papas con un influjo inmenso en la Iglesia y en la humanidad, son canonizados. Uno no sale de su asombro, no sólo por lo insólito de la canonización de dos Papas recientes en la misma celebración, sino por la magnitud que sus personas entrañan.
En momentos como los que estamos viviendo, con la canonización de ambos, Dios arroja una luz grande sobre nuestro mundo y nuestra Iglesia y señala caminos para su futuro.
Juan XXIII, el Papa bueno, el Papa que transparenta la bondad del Dios único, Amor y Bien, que hace salir su sol sobre todos, buenos y malos, justos e injustos, de una manera de ser y de pensar o de otra, sin acepción de personas, y que quiere reunir y unir a sus hijos dispersos, divididos y, a veces, muy enfrentados. Papa de la unidad, que dio pasos de gigante en orden a la unidad de los cristianos separados, abrió los brazos para abrazar a quienes profesan otras religiones, acortó distancias con los que caminaban lejos y salió a buscarlos. Un Papa de la paz, que en medio de los años de la «guerra fría», con el ruido aún persistente de guerras pasadas, apeló a la conciencia de las gentes y de los pueblos para trabajar por la paz y edificarla con solidez y firmeza con indicaciones tan netas, precisas y justas como comprometedoras, de manera particular y especial con su encíclica inolvidable y tan actual «Pacem in Terris». Un Papa que se preocupó tanto por el hombre y su dignidad que defendió con tal fuerza en otra encíclica «Mater et Magistra».
Juan XXIII, el Papa que, atento, como hombre de fe, a los signos de los tiempos y a la voz de Dios, que habla en los acontecimientos, gozos, esperanza, sufrimientos y necesidades de los hombres, convocó un nuevo Concilio, –el Concilio Vaticano II– para que la Iglesia, solícita a lo que se le pedía, infundiese «en las venas de la humanidad actual la fuerza perenne, vital y divina del Evangelio» (Juan XXIII). Ante el mundo contemporáneo, en el que vivió, fue muy consciente y lúcido, tuvo una gran sensibilidad –posible sólo desde la fe y la sintonía con Dios–, y percibió con claridad la necesidad que había de renovación y de revigorización de la Iglesia para poder afrontar el reto, urgente y apremiante, de un nuevo impulso evangelizador de la Iglesia. Evangelizar de nuevo, infundir en la venas de la humanidad la fuerza del Evangelio, era algo, en efecto, que no se podía demorar ante hechos evidentes de descristianización de Occidente, la aparición de un quiebre de humanidad que resultaba patente sobre todo tras la terrible crisis de la gran guerra última o la emergencia de ideologías destructoras del hombre como la marxista, o ante la difusión de una cultura difusa de la modernidad que se alejaba cada vez más de la fe y se olvidaba de Dios, o ante una «guerra fría» entre dos bloques políticos que eran una amenaza para la paz entre los pueblos. Para eso anunció y convocó el Concilio, como quien echa en tierra la pequeña semilla con ánimo y mano temblorosa, «para que la Iglesia, consolidada en la fe, confirmada en la esperanza, más ardiente en la caridad, reflorezca con un nuevo y juvenil vigor, defendida por santas instituciones, sea más enérgica y libre para propagar el Reino de Cristo» (Juan XXIII).
No en balde se ha hablado de este Concilio como de un «nuevo Pentecostés» –así lo pensaba el Papa Juan y así ha sido–: un paso purificador, «una venida» del Espíritu que santifique a la Iglesia y la lance sin demora a una nueva evangelización, como en los primeros tiempos, con la misma fe y firmeza, con la misma vitalidad y libertad, con la misma convicción y capacidad de servir a los hombres y traerles la paz. Esto reclama, sin duda, tanto la reunificación de los cristianos («Que seamos uno, para que el mundo crea», para que la fuerza perenne del Evangelio penetre en las venas de la humanidad, y surja una humanidad nueva con la novedad del Evangelio), como la revitalización de la Iglesia, que la Iglesia recobre un nuevo vigor, que se llene de vida, que sea fiel a la vida nueva del Evangelio (sólo una Iglesia con vida, una Iglesia santa en sus miembros, podrá infundir esa fuerza vital y vivifi cadora del Evangelio).
Y por esto mismo, el Papa Juan, el Papa de la bondad de Dios, fue el Papa de la unidad de los cristianos, el que abrió decididamente las puertas de encuentro con los «hermanos separados», e inseparablemente fue también el Papa del «aggiornamento», que es mucho más que la puesta al día, o que una mera adaptación o actualización, para hacer una cambio y una renovación interior que sólo Dios, con su Palabra, sus Sacramentos, su obra renovadora y santificadora, puede llevar a cabo.
Es lo que hizo Dios mismo con el propio Juan XXIII: lo hizo santo. Y, a partir de este 27 de abril, así, como tal, como santo, lo invocaremos con gozo, admiración, y agradecimiento. ¡Qué gran esperanza suscita su canonización!, además, unida a la del Papa Juan Pablo II, «venido de lejos», que pasó por el mundo como «testigo de esperanza», una esperanza que no defrauda.