Desde su vida de servicio a la Iglesia, en oración y renuncia, el 29 de junio el Papa emérito celebrará 70 años de sacerdote. El entonces novel ministro de 24 años proyectaba su vida en respuesta a la vocación que sintió desde niño y que se fue consolidando en sus años de juventud. Ahora puede echar una mirada retrospectiva a esos años de servicio y entrega a la Iglesia, que aún no termina, sino que siguen de una manera más oculta pero no por ello menos fructífera por su unión con Cristo, su gran amor. En efecto, por Él se abrazó a un proyecto de vida de exclusiva entrega a Dios en el ministerio sacerdotal; por Él estudió, publicó e impartió numerosas clases y conferencias, despertando en tantas personas, muchos de ellos jóvenes, un ansia de acercarse a un Dios, que es Logos y que es Amor, y que se tradujo en numerosas conversiones; pero por Él también asumió la cátedra episcopal que le separó un tanto de su vocación de prestigioso teólogo; asimismo asumió el peso de liderar la Congregación para la Doctrina de la Fe en Roma durante años, en medio de cansancios y enfermedades. Sólo por amor a Cristo, Sumo Sacerdote, asumió el pontificado durante 8 años, sin un programa propio sino sólo el de ser “puente” (pontífice) entre Dios y los hombres. Y ahora, desde una vida de oración y ocultamiento, tras su renuncia, sigue dando testimonio de su fe, esperanza y caridad hacia Cristo, como el grano de trigo que muere y solo así da fruto. Desaparecer en Cristo ha sido el verdadero programa de su vida sacerdotal, que le ha capacitado para la entrega a los demás en el servicio doctrinal y pastoral.
Esa fe de Joseph Ratzinger sigue brillando como testigo de lo invisible en medio de un mundo que hoy ve caer sus ídolos de la ciencia y el progreso. Es una fe que vive en un esfuerzo constante de renovación “desde arriba”, como recordaba en 1990 al reflexionar sobre la renovación de la Iglesia; palabras que, 30 años después, siguen siendo actuales. La clave para renovarnos en la fe es vivirla como un regalo que procede de Cristo: nos libera como verdad y a la vez hace posible la verdadera comunión con Él y con los demás. La clave no es, por tanto, el hacer, las obras, el ser miembro de asociaciones o vicarías, que puede ser una consecuencia de la vivencia interior de una fe que Dios nos da y nos transforma. Exige algo de pasividad por nuestra parte, algo así como el dejarse esculpir por el escultor divino para sacar de la piedra de nuestra persona esa imagen oculta. Y desde esa actitud destaca su vida sacerdotal en clave sacramental y eucarística: como el dejarse llenar de la gracia de Dios y transmitirla a los demás, como en vasos comunicantes. Y así decía: “Puede ser que alguno viva solo de la Palabra de Dios y del Sacramento y ponga en práctica el amor que proviene de la fe, sin haber integrado jamás un comité eclesiástico... y a pesar de todo, sea un cristiano auténtico. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; solo entonces será verdadera humana” (Reforma desde los orígenes).
Y, además, la verdadera fe es liberadora. En efecto, la fe es lo que nos abre al infinito y nos libera de la estrechez del mundo empírico del progreso y de la técnica, es decir, del mito de la salvación humana. Este regalo de vivir la fe como una verdadera liberación y elevación en comunión con la Verdad nos salva de un error bastante extendido: el vivirla como un “peso”, a costa de reducirla exclusivamente a un moralismo que se hace tan exigente y tan cuesta arriba que ni siquiera se quiere transmitirlo a otros (Cfr. Artículo Conciencia y verdad). Y esa liberación de la fe no pasa por sacar o hace desaparecer el peso de la culpa del pecado cometido, como se ve en ciertas corrientes. Eso sería negar una evidencia, pues al hombre le es inherente la conciencia del desorden interior -pecado- y sólo cuando lo encaja a través del perdón y la reconciliación, posible por la gratuita misericordia de Dios, solo entonces se acepta la existencia humana en su verdad: integrando el dolor y el sufrimiento como ocasión de redención, y, por tanto, de crecimiento. Sólo somos salvados cuando nos abrimos a la necesidad de salvación. Y esa es una dimensión absolutamente irrenunciable de la fe en toda su plenitud: el amor salvador de Cristo que nos libera y nos eleva, y, como consecuencia nos capacita para vivir amándole según una moralidad; entonces sí que brota del amor y de la gracia, y no de nuestras fuerzas.
La vida sacerdotal de este hombre, ¿no pone de manifiesto, especialmente en estos momentos de su vida, esta primacía de la gracia y de la acción de Dios para recuperar lo esencial de la fe? No son las obras lo que nos salva, como el pelagianismo de todas las épocas supone, sino el don de Dios, que se manifiesta en la debilidad humana abierta a la gracia y que la vida oculta del Papa emérito recuerda. Pues los testigos hablan más fuerte que los maestros y sólo cuando los maestros son testigos, entonces convencen.
Por eso damos gracias a Dios por los 70 años de vida sacerdotal, y los que aún quiera regalarle, no sólo como un don para la Iglesia sino para el mundo entero.