A lo largo del día tomamos pequeñas o grandes decisiones: ir al trabajo, hacer una llamada, leer una noticia, limpiar platos, arreglar una cafetera, alargar o acortar el tiempo de descanso.
En medio de tantas opciones, notamos que algunas empequeñecen nuestro corazón, porque surgen desde el egoísmo, la pereza, la envidia, el odio, la avaricia, la lujuria, y la larga lista de pecados que nos dañan.
Otras opciones agrandan el corazón, porque nos apartan del egoísmo y conducen, con pasos pequeños o grandes, hacia el amor.
Sabemos que el camino hacia el amor se construye gracias a opciones que surgen desde la mirada puesta en Dios, desde la gratitud por su misericordia, desde la pertenencia a su Iglesia, desde los consejos de los buenos hermanos.
No faltan dificultades: a veces una mala costumbre hace muy costoso optar por el amor, servir a los necesitados, perdonar a quien nos haya ofendido, invertir tiempo y energías para el bien.
Pero la ayuda de la gracia divina, el fuego del Espíritu Santo que nos ha sido dado, hace posible que el amor se convierta en el centro de nuestras vidas.
Ese amor no se cansa, no tiene límites, porque nace de Dios y nos conduce hacia Dios (cf. 1Cor 15; 1Jn 4). Entonces podemos superar egoísmos, miedos, complejos, que tanto nos impiden correr por los caminos del Señor.
Cada día podemos recorrer, con alegría, un camino hacia el amor. Ese camino nos permitirá acoger, llenos de confianza, el gran Amor que Dios nos tiene; y nos hará servir a nuestros hermanos según el ejemplo de nuestro Maestro, que no vino para ser servido, sino para servir (cf. Jn 13; Mt 20,25-28).