No deja de conmovernos la situación tan extraordinaria que estamos viviendo, no sólo en Chile sino en muchos países. Las medidas tomadas nos tienen a casi todos en casa, guardados. Debemos seguir el ritmo, en muchos casos, del trabajo y clases, pero la comunicación ha de ser distinta, pues no puede ser presencial. Y eso hace que pasemos mucho más tiempo, en realidad, todo, con quienes vivimos, con la familia y también que debamos usar el tiempo de otra manera.
Precisamente este “pare” al ritmo habitual nos abre nuevos espacios de reflexión y de comunicación en casa, y eso debiera también afectar a nuestra manera de vivir esta Semana Santa 2020: mucho más para dentro, buscando las conexiones en tiempo real con las celebraciones religiosas que nos ayuden a acompañar a Cristo, más especialmente ahora, en los días de su Pasión, Muerte y Resurrección. Eso que sucedió en Jerusalén hace dos mil años, se nos invita a vivirlo como si estuviéramos presentes en la escena, eso sí, sin derramamiento de sangre.
Lo que sucedió, mirado sin prejuicios y sin rutina, es para volver a conmovernos: Dios hecho hombre se entregó a Sí mismo a la muerte, para que pudiéramos recuperar la amistad con Dios que se había quebrado -con cada acto y actitud personal contraria al amor de Dios. Su entrega abrió la puerta de la Vida plena y de la amistad con Dios, y lo sabemos porque el último capítulo de esta historia no es la cruz, sino la Resurrección. La vida venció la muerte, y la venció porque el amor es más fuerte que el odio y el bien más fuerte que el mal. Un amor tan cierto que nos invita a imitarle en la entrega a esos otros “cristos” que son los prójimos que sufren o nos necesitan -porque hay muchos tipos de necesidades.
El “pare” obligado de estas semanas de esta soledad y compañía tan especiales, abre una invitación a vivir de una manera nueva la Semana Santa: desde dentro, acompañando realmente a Jesucristo, no sólo para aliviar sus sufrimientos y encontrar así sentido a los nuestros, sino para aprender de Su entrega. Sí, si cada uno aprendiera de Él a “servir” -como en la Última Cena- y lo viviera así, nuestro mundo cambiaría, porque buscaríamos siempre no servirnos de los demás, sino servirlos, manifestando así su tremendo valor, tan alto que Dios mismo dio su vida por ellos.