Antes de adentrarse en los nueve círculos infernales, Dante se detiene en una antesala, para describirnos a quienes allí se encuentran, «gentes que vivieron sin gloria ni infamia» entre las que se cuentan los ángeles que no se rebelaron contra Dios, pero no por lealtad, sino para evitar las consecuencias de tomar partido. El cielo rechaza a los tibios porque no hicieron nada bueno; y el infierno no los admite porque no hicieron nada malo. Y junto a los tibios se hallan también, acosados por una muchedumbre de avispas, los cobardes, entre quienes Dante no tiene rebozo alguno en situar a un Papa que renunció a la tiara. Y puesto que el Dante tuvo el valor de situar a ángeles y Papas en la antesala del infierno, viviendo eternamente sin gloria ni infamia, no creo que pase nada porque nosotros hagamos lo mismo con nuestros obispos.
Y no, desde luego, por no erigirse en paladines de la memoria de Franco. Es cierto que Franco salvó a muchos católicos de un exterminio satánico; pero también es cierto, como nos enseña Castellani, que entre quienes vociferaban «¡Guerra santa!» se contaban muchos fariseos que habían perpetrado infinidad de pecados contra el pobre. Quiero decir que ningún obispo está obligado a tener un juicio positivo de Franco, como si fuese un santito de peana, ni del régimen político que durante cuarenta años protegió y colmó de privilegios a la Iglesia. Y, además, un obispo tiene que actuar con prudencia, para evitar que sus palabras causen daño a los fieles que tiene encomendados. En cambio, un obispo está obligado a defender los derechos de Dios, entre los que sin duda se hallan la inviolabilidad de los lugares de culto y el respeto debido a los muertos. Pero nuestros obispos, en cuanto el Estado Leviatán ha enseñado las garras, se han encogido, temerosos de perder la tajada de la asignación tributaria (que, a estas alturas, es la mayor calamidad que sufre la Iglesia española, pues la priva de libertad a la vez que descompromete a sus fieles, que piensan que ya cumplen poniendo la X en los formularios del Estado Leviatán). Esta tibieza de los obispos tiene, ciertamente, sus causas (digámoslo así) fisiológicas; no hay más que reparar en muchos de ellos para comprender que no han nacido con vocación de Viriato ni de Guzmán el Bueno. Pero la principal causa de esta falta de iniciativa episcopal es de índole espiritual; es falta de fortaleza y convicción en los principios que informan su vida, que no pueden estar a merced de las veleidades del poderoso de turno. Al no haber mostrado fortaleza, los obispos delatan que su fe es inerte; pues la fe, cuando es auténtica, es un principio transformador (y no pocas veces desgarrador), como es la germinación para el grano de trigo, que lo hace fecundo a la vez que muere. Y, desde luego, esta tibieza siembra el abatimiento y la desmoralización entre los fieles; pues a nadie le apetece defender una causa cuyos generales se esconden cuando silban las balas.
Pero la tibieza, siendo triste, es menos dañina y villana que la cobardía. El tibio se achanta por timidez, por apocamiento o por seguir disfrutando de X chollete; el cobarde lo hace por doblez, mostrando indiferencia ante sus inferiores y arrastrándose como un ofidio ante los fuertes y poderosos. Y los obispos españoles, permitiendo que el prior del Valle de los Caídos sea vituperado y convertido en escupidera del resentimiento por defender lo que ellos estaban obligados a defender (que no es a Franco, sino los derechos de Dios), han obrado con una cobardía moral nauseabunda. Me resta el consuelo de pensar que, para su mortificación, en sus conciencias estragadas por la tibieza y la cobardía resonará cierta voz: «¿Por qué tembláis, hombres de poca fe?».