El maestro Alcántara

06 de mayo de 2019

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Cuando supe que había muerto Manuel Alcántara me enfadé con Dios y recité aquellos versos irónicos del maestro, a la vez leves y sentenciosos: «No digo que sí o que no. / Digo que si Dios existe / no tiene perdón de Dios». No tiene perdón de Dios quedarse sin un escritor como Alcántara, siempre sereno en la ironía, traspasado de lucidez y alerta siempre contra el tópico y el pensamiento fofo. No tiene perdón de Dios quedarse sin el escritor superdotado para la elección del epíteto preciso, el escritor capaz de transfigurar la realidad mediante la levadura del humor y la poesía (unidos siempre en gozosa aleación), el escritor habitado de epigramas y furtivas metáforas. No tiene perdón de Dios quedarse sin un maestro de la pluma (o de la Olivetti, para ser más precisos) que sabía como nadie darle la vuelta a las mangas del tópico, para vestirse con un lenguaje transparente que convertía cada palabra en un candil inédito.
 
«El artículo puede que sea algo así como los cien metros, pero hay plusmarquistas de esa distancia que tienen bastante más interés que muchos maratonianos de esos que siempre llegan en el pelotón de en medio», escribió en cierta ocasión Alcántara, refiriéndose a Ruano (pero a nadie se ajusta mejor esta reflexión que a sí mismo). En cada uno de sus artículos, Alcántara arrojaba sobre el mundo una mirada a la vez sentimental y escéptica que nos permitía aproximarnos a la noticia desde un ángulo inexplorado. Y, para sazonar esta mirada única, empleaba un humor a veces poético y greguerizante, a veces sentencioso y ferozmente lúcido, que se distinguía frente a la avalancha de ofuscamientos y lugares comunes con que cada día nos apedrea la prensa. En cierta ocasión, refiriéndose a Simenon, Alcántara escribió: «Tenía una regla de oro con todas las criaturas: comprender y no juzgar. Por eso y porque creía que la pasión es una especie de dolencia se dedicó a la búsqueda de lo que llamaba el hombre desnudo». Y un propósito similar guiaba a Alcántara en todo lo que escribía: nunca hallaremos en sus artículos una acusación acre, nunca descubriremos en sus palabras la soberbia estéril de la intransigencia. Podía recurrir a la ironía más corrosiva, pero nunca la revestía de ensañamiento; podía insinuar las cosas más terribles mediante una elipsis magistral, pero jamás incurría en groserías y energumenismos.
 
Manuel Alcántara sabía administrar literariamente sus pasiones y apaciguarlas en las neveras del escepticismo. Tenía algo de filósofo presocrático que se para a contemplar la fluencia perpetua del mundo, para explicarla luego con una lírica clarividencia, disfrazando sus verdades pequeñas con la máscara de la paradoja. Nada le importaba menos que ‘tener razón’; pues un talante desprendido como el suyo no sabía qué hacer con una posesión tan antipática. Más que la propiedad de la verdad, le interesa el usufructo de la duda, que vestía con una luz de domingo (porque los artículos de Alcántara parecían siempre escritos en domingo). Y, además de gran prosista volandero que capturaba la brisa de cada mañana, Manuel Alcántara era sobre todo poeta, inmenso poeta. Siempre profesó una suerte de estoico desdén hacia las pompas con que suele revestirse la señora literatura, amén de una muy tranquila preferencia por los márgenes. Quizá porque nuestra pobre mentalidad nos impide tener sobre una misma persona dos ideas complementarias, el articulista Alcántara siempre fue invocado para negar al poeta Alcántara, y viceversa; cuando lo cierto es que ambos convivían en la misma escritura de exacta prosodia, en un estilo a la vez invisible e intransferible, sigiloso de lirismo, feliz de paradojas, esmerado sin afectación, que sabía transformar la repetida tragedia de la vida en ironía.
 
Alguna noche, encaramados ambos en ese vértigo diáfano y locuaz que proporciona la ginebra, conversé con Alcántara sobre las servidumbres clandestinas de la escritura, que nos va matando lentamente. Cuando hablaba de literatura, la mirada de Alcántara se enaltecía con un brillo memorioso; y amanecían, bajo el bigote bautizado de nicotina, palabras bendecidas de belleza con las que se refería sin miedo ni jactancia a la muerte. Me recitaba entonces, sin prosopopeya alguna, unos versos suyos que tenían algo de canción popular, en los que se compendiaba la indefensión del hombre en su andadura por la tierra: «Cuando termine la muerte, / si dicen a levantarse, / a mí que no me despierten». Y esbozaba una sonrisa discreta, mientras contemplaba el mar de Málaga, el mar sin reloj, ensimismado en su azul y ajeno, como Dios mismo. Descansa en paz, querido amigo y maestro.


Fuente: XLSemanal
 

 

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