Para abordar con tino esta cuestión basta con leer cierto pasaje del Evangelio de San Mateo. Jesús se pronuncia contra el repudio de la mujer que admitía la ley mosaica «por la dureza de vuestro corazón» y los discípulos llegan a la conclusión de que no compensa casarse. Entonces Jesús, con tácita ironía, se refiere a tres tipos de eunucos (o sea, de hombres que no deben casarse): «Hay eunucos -afirma- que salieron así del vientre de su madre; a otros los hicieron los hombres; y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda».
Cristo establece claramente que, entre estos tres tipos de «eunucos» o personas no aptas para el matrimonio, los únicos que pueden ser dignos sacerdotes son los últimos. ¿Y cuáles son los otros dos? Están, por un lado, los eunucos «que salieron así del vientre su madre». Por supuesto, Jesús no se refiere tan sólo a hombres privados de órganos genitales, ni siquiera tan sólo a los impotentes, sino también a los hombres asexuados o con inclinaciones sexuales torcidas. Todos ellos, no siendo aptos para el matrimonio, tampoco lo son para el sacerdocio. Y la Iglesia, que siempre mostró amor a estos hombres, sin embargo nunca los admitió a las órdenes sacras… salvo cuando la mundanidad delicuescente se infiltró en el corazón de la Iglesia. Así ocurrió, por ejemplo, en el Renacimiento; y así ha ocurrido también durante las últimas décadas.
La segunda categoría de «eunucos» que Cristo descarta para el sacerdocio son los que «hicieron los hombres». Por supuesto, no se refiere sólo a hombres castrados en el sentido literal de la palabra, sino también a hombres en los que se ha reprimido exageradamente su instinto sexual. Y es que la castidad, como enseña Santo Tomás, o es un paso del camino o se convierte tarde o temprano en un vicio. La castidad, cuando es mera continencia obligatoria, deforma el carácter y perturba la sensibilidad; y acaba engendrando monstruos. Castellani se refería a los curas que practican esta castidad falsa y perversa con los epítetos más feroces: «Cautelosos como gatos, fríos como culebras, reservados como crustáceos»… y a veces también depredadores y rapaces.
Jesús establece que sólo pueden ser sacerdotes quienes se hacen eunucos por el reino de los cielos. O sea, los hombres que ordenan su castidad a la contemplación; los hombres que saben que la castidad no es un fin, sino que es el camino que los eleva y -como afirma Santo Tomás en su Suma contra gentiles- los hermana con los ángeles. Sólo esta castidad dirigida a la contemplación es virtud verdadera; y para dirigirla a esa perfección el sacerdote debe esforzarse mucho en la oración. Tengo la completa certeza de que ciertos activismos desnortados a los que algunos sacerdotes se han entregado en las últimas décadas han contribuido a extender el mal que ahora nos muestra su horror. Hace unos días, el diario El País publicaba el testimonio de una víctima de las aproximaciones torpes de un religioso. Y la víctima terminaba así su testimonio: «Hacía muchas actividades, no paraba, pero nunca le vi rezar».
Yo he tenido la suerte de conocer a muchos buenos (y a veces excelentes) curas que se hicieron eunucos por el reino de los cielos. Me han salvado en muchas ocasiones, me han derramado consuelo y paz espirituales, han traído mucha luz a mi pobre vida pecadora. En ellos he contemplado muchas veces a Cristo: en su alegría, en su sufrimiento y abnegación, en su ardor apostólico, en su bonhomía y mansedumbre, también en su santa ira. Y todos ellos son varones cabales, muy viriles y rezadores; que es, al fin y a la postre, lo que hace falta para ser buen cura.
Fuente: ABC