Sostiene Montesquieu

01 de diciembre de 2018

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A la gente religiosa, en una época tan racionalista como la nuestra, se la mira con condescendencia, cuando no con desprecio; pues la credulidad suele considerarse un signo de debilidad mental. Pero mucha más credulidad, infinita más, requiere el demócrata que el creyente. Pues la fe religiosa consiste en creer en lo que no vimos y, por lo tanto, no sabemos a ciencia cierta si existe; mientras que la fe democrática consiste en creer en aquello que sabemos a ciencia cierta que no existe. Es cierto que nadie ha visto a la Santísima Trinidad; pero todavía no he conocido a nadie capaz de probar su inexistencia. En cambio, tenemos multitud de pruebas (algunas apabullantes) de que no existe la separación de poderes; y, sin embargo, la gente sigue creyendo de forma absurda e irrisoria en esta notoria falsedad.  El demócrata constata, por ejemplo, que la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial es un chanchullo sórdido, un burdo apaño entre oligarquías políticas; y, sin embargo, sigue creyendo sin inmutarse en la separación de poderes.
 
La soberbia propia de nuestra época también desdeña al creyente porque entiende misteriosamente que es una persona poco leída. Pero lo cierto es que algunos creyentes hemos leído miles de libros; y el que menos ha leído al menos está familiarizado con los pasajes bíblicos de los que se nutre su fe. En cambio, la fe democrática, en muchos de sus más acérrimos propagandistas, suele ser orgullosamente analfabeta. Es dificilísimo encontrar a un creyente en la Santísima Trinidad que no haya leído siquiera los Evangelios (o que, al menos, no le hayan leído los Evangelios desde el púlpito); en cambio, la mayoría de los creyentes en la separación de poderes no han leído jamás El espíritu de las leyes de Montesquieu, que es el libro que supuestamente consagra este principio político. Pues si lo hubiesen leído, habrían descubierto que a Montesquieu no le interesa tanto separar como limitar el poder, conseguir que el poder contenga (o detenga) el poder, que es exactamente lo que cada vez ocurre menos en las democracias actuales. Donde, por ejemplo, el ejecutivo puede sacudirse la contención del legislativo, legislando por decreto; o donde el legislativo puede escaquearse del control judicial mediante el aforamiento y la inmunidad parlamentaria.
 
La gran preocupación de Montesquieu no es, en realidad, la separación de poderes, sino el abuso del poder, el despotismo, que no identificaba –como hace el analfabeto contemporáneo– con la dictadura, sino con la corrupción de cualquier clase de gobierno: «La monarquía –escribe Montesquieu– degenera en el despotismo de uno sólo; la aristocracia, en el despotismo de varios; la democracia, en el despotismo del pueblo». Lo cierto es que Montesquieu se muestra, en general, más partidario de la monarquía que de la democracia, por la sencilla razón de que la considera la forma de gobierno que, pese a las apariencias, admite más contrapesos (tal vez porque está imbuida de piedad religiosa): «Como el mar, que parece cubrir toda la tierra, es detenido por los matorrales y por los menores arenales que se hallan en la ribera –escribe en otro pasaje de El espíritu de las leyes–, así las monarquías, en las que el poder parece sin límites, se detienen ante los más pequeños obstáculos y someten su fiereza natural a la petición y la plegaria». Y, desde luego, Montesquieu no encuentra forma de despotismo más feroz que la democrática, a la que se llega «no solamente cuando se pierde el espíritu de igualdad, sino también cuando se adquiere el de igualdad absoluta, y todos apetecen ser iguales». Y señala que esta apetencia de igualdad absoluta es favorecida por las oligarquías corruptas, que «buscan cómo corromper al pueblo para ocultar su propia corrupción», convierten el libertinaje en «ídolo de todos» y «lisonjean incesantemente la avaricia para que no se aperciba la de ellos».
 
Esta democracia donde rige el espíritu de igualdad absoluta –donde la opinión del ignaro vale lo mismo que la del sabio– era, a juicio de Montesquieu, la forma más peligrosa de despotismo. En ella los controles al poder se hacen imposibles, ya que nadie reconoce autoridad a nadie; y allá donde no se reconoce ninguna autoridad es donde los déspotas pueden actuar más discrecional y arbitrariamente, más impunemente también. Por ejemplo, quitando y poniendo jueces chanchulleramente, mediante cambalaches entre las oligarquías. Y el pueblo corrompido, en lugar de rebelarse contra el despotismo, lo aceptará como si tal cosa, afirmando además que hay separación de poderes, como en la fábula del rey desnudo.


Fuente: XLSemanal




 

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