En una de sus numerosas diatribas contra el capitalismo, Chesterton se rebelaba contra quienes afirmaban exultantes que, gracias a los trenes veloces que recorrían de un extremo a otro Inglaterra, los hombres de su época podían disponer de manzanas de forma rápida y barata. «Pero lo que de verdad es más rápido y barato para los hombres es arrancar una manzana del manzano de su huerto y llevársela a la boca –escribía–. El economista supremo es aquel que no gasta dinero en viajes por ferrocarril». Pero desde que Chesterton escribiera estas palabras muchas cosas han cambiado en el mundo: las mercancías ya no sólo se transportan desde un extremo a otro del país, a veces pueden recorrer continentes enteros y cruzar océanos; y un repartidor mal remunerado puede entregárnoslas envasadas o empaquetadas a la puerta de nuestra casa. Incluso puede ocurrir que esa mercancía que ha recorrido continentes y cruzado océanos resulte más barata que la mercancía que se cultiva en un huerto vecino o se confecciona en la sastrería de la esquina… gracias, entre otras cosas, a que el repartidor que nos la entrega a la puerta de casa está ínfimamente remunerado.
Pero ese repartidor no es el único damnificado: también quienes recolectaron esa mercancía en Marruecos o la fabricaron en China, también quienes la transportaron a través de continentes y océanos, están mal remunerados. Y, entretanto, el huerto vecino se ha cubierto de maleza, porque ya nadie lo cultiva; y la sastrería de la esquina ha cerrado, porque se quedó sin clientes. Así, remunerando ínfimamente a unos y arruinando a otros, el capitalismo ha sofisticado todavía más su enredo, disipando además aquella sospecha de ineficiencia que Chesterton le atribuía. Sin embargo, para ello ha contado con nuestro egoísmo, que cierra los ojos ante el reguero de calamidades que siembra a su paso. Sin nuestro egoísmo, de hecho, todo lo que ha ocurrido desde que Chesterton escribiese su diatriba habría sido irrealizable. Pero ya los economistas clásicos afirmaban sin rebozo que la suma de egoísmos hace imbatible al capitalismo.
Hay, en primer lugar, un egoísmo ingenuo que nos hace creer cosas insensatas, como por ejemplo que una mercancía venida de China o de Marruecos nos sale más barata que una mercancía cultivada en el huerto vecino o confeccionada en la sastrería de la esquina. En realidad, esa mercancía llegada de China o Marruecos es mucho más insípida que la que se cultivaba en el huerto vecino; y, desde luego, está más torpemente confeccionada que la que comprábamos en la sastrería de la esquina. Al final, descubrimos que esas mercancías venidas del otro extremo del mundo son bazofias insatisfactorias; pero para entonces ya hemos puesto en funcionamiento la tormenta que el egoísmo desata: como aquellas mercancías nos decepcionaron, probamos a comprar otras igual de baratas, o incluso más todavía, pues entretanto la compañía que nos las vende por interné ha lanzado un ofertón planetario, y nos ofrece tres mercancías al precio de dos. Por supuesto, el ofertón también nos decepciona, pero ya no nos queda más remedio que seguir comprando sin cesar mercancías que no saben a nada o que se rompen enseguida, entre otras razones porque el huerto donde se cultivaban manzanas sabrosas y la tienda que vendía ropas resistentes han dejado de existir.
Entonces interviene una segunda forma de egoísmo, más cínico que el primero. Sospechamos que comprando compulsivamente esas mercancías estamos favoreciendo injusticias en los arrabales del atlas, o a la puerta de nuestra casa; sospechamos que estamos esquilmando los recursos naturales del planeta y convirtiéndolo en un inmenso vertedero de envases plásticos y gases contaminantes; sospechamos que… Pero para entonces ya no podemos parar la máquina; ya no podemos ni siquiera pensar en el modo de pararla. O, si lo hacemos, nuestros pensamientos nos llevan a soluciones mucho más egoístas todavía, soluciones que ya no son tan sólo cínicas sino también malvadas; tan refinadamente malvadas que pueden, incluso, disfrazarse de una falsa bondad. Y así, por ejemplo, podemos llegar a concluir que la especie humana está causando un daño irreparable al planeta, por lo que conviene reducir la población. Pues el egoísmo nos ha cegado tanto, ha pervertido tanto nuestra razón, que preferimos despojarnos de nuestros hijos venideros antes que despojarnos de nuestras pulsiones consumistas. Decía Orwell que el poder desgarra el entendimiento humano para después volverlo a reconstruir conforme a sus propósitos. Desde luego, el sistema económico vigente se ha probado capaz de hacerlo… contando –por supuesto– con nuestro egoísmo.