Estos días diversas webs (en este mundo hay mucho Galat suelto) están atacando al Papa ante el rumor de un acuerdo entre China y el Vaticano. Se le acusa de estar vendiendo la iglesia china al Estado, de traicionar a los héroes que resistieron heroicamente los tiempos de persecución, y bla bla bla. Solo os quiero decir a las almas sencillas que me leéis que no caigáis en la trampa.
Ni el Papa ni el Vaticano son infalibles en sus decisiones concretas. Eso ya lo empecé a sospechar cuando pusieron esas horribles pantallas de plasma en la sala de prensa vaticana. En el plano teórico, ¿es posible una traición desde la jerarquía a lo que se debe hacer? Por supuesto que la historia del Renacimiento está repleta de Papas de lo más divertidos.
Ahora bien, las noticias que leo en varios lugares contra el Vaticano por parte de ciertos católicos (catolicísimos) son inadmisibles. Hace unos meses, por razones que no vienen al caso, tuve que preguntar a varios expertos acerca de cuál era la situación de la Iglesia en China. Eso, entre otras cosas, me costó pagar una llamada a Hong Kong. Y me di cuenta de que varias ideas repetidas, una y otra vez, por ciertas personas que no habían estado nunca en China eran equivocadas. Hay muchos que hablan de la iglesia china con la ligereza e inconsciencia con que yo hablo de Trump.
Vamos a ver, ¿no pensáis que en el Vaticano están bien informados acerca de cómo van las cosas en la iglesia en ese país? ¿Creéis que sabe más un “vaticanista” (ya sabéis qué pienso de los vaticanistas) que los especialistas de la Secretaría de Estado? Perdonad mi candidez, pero yo prefiero creer a los sacerdotes y obispos de la Secretaria de Estado más que a un señor que, desde su casa, no tiene otra cosa que hacer que pensar en grandes titulares.
No voy a entrar a analizar este último ataque al Papa, porque al final todo se reduce a ¿de quién me fio, del Vaticano o de un periodista de la escuela de Galat (al que le deseo salud y felicidad)?
Si el Papa firma un acuerdo con Pekín, allí estaré yo echando el lacre sobre el papel, con una sonrisa en la cara y soplando para que se enfríe antes de que el Sodano de ahora ponga su sello encima.