De mi Huesca natal, me vienen a la memoria ahora, a esta hora de la noche, esos campos primaverales intensamente verdes, repletos de amapolas en los que encontrabas margaritas, campanillas y bellísimos lirios silvestres.
El campo en mayo alrededor de Barbastro era un jardín del Edén. Tras todas las nieblas invernales que allí eran continuas, el aire se volvía claro, luminoso. Un aire lleno de polen, recorrido por mariposas, abejas y libélulas. Crecí en un entorno precioso y me gustaba tanto correr por el campo, explorarlo con mis primos, subir a una vieja encina.
En esa época los libros no existían para mí. Ni me imaginaba que iba a sustituir esos bellos campos por regiones literarias. No había otra alternativa, por otra parte. Aquellas felicidades infantiles eran un paraíso limitado en el tiempo. El campo no estaba así todo el año. Y ese paraíso tampoco se iba a repetir más allá de un número determinado de años.
Acepté y acepto los veredictos de la existencia. Aunque ahora volviera a esos campos, ya nada sería lo mismo. Esos ojos de niño solo se tienen en una época de la vida.