Tenía siete años, el pelo amarillo dividido en dos colitas que soportaba apenas y una bravura sin domesticar que aún me enciende las venas cada día.
Vivíamos en un lugar mitad casa mitad tapera en medio de un campo alejado de todos los pueblos posibles. Donde los eucaliptos contemplados desde mis ojos de niñita eran gigantes infinitos, llegaban hasta el cielo y tocaban las nubes.
En ese entonces yo no sabía de la línea de indigencia pero seguro que no llegábamos ni colgados con ganchos. Desayunábamos, almorzábamos y cenábamos con la pobreza sentada en nuestra mesa. Esa pobreza que quienes califican de "digna" jamás la vivieron, sino se llamarían a silencio.
Recuerdo que faltaban poquitos días para las fiestas. Yo odiaba las fiestas, porque por más que ponía medias zurcidas, bolsas hechas con pulóveres viejos, agua y pasto para los renos, etc. papá Noel nunca pasaba. Siempre se olvidaba de mí y yo me quedaba con mi alma de niña hecha pedazos como las muñecas con las cuales jugaba.
En esos días mi abuela que sabía más de vieja que de escuelas -nunca fue a la escuela-, me invitó a sentarme a tomar mates para hablar de bueyes perdidos. Mi abuela había vivido varias vidas juntas y conocía las respuestas antes de las preguntas.
Sacó el tema de la Navidad sin dejar de cebar mates, ni de poner puntos a un tejido que estaba comenzando con una lana colorada usada de usos, quizás para no mirarme. Calló y esperó mis reproches seguros. Que por supuesto fueron eternos como los troncos de los eucaliptos. Dije todo lo que sentía y más, sacando la suma de las broncas por el año anterior y los que recordaba sin regalos, creo que recordaba tres -de siete de vida-.
Me dejó vomitar todas las palabrotas que tenía atravesadas en la garganta y con esa tranquilidad que siempre la caracterizó me miró tan hondo que aún recuerdo esos ojos almendra clavados en mi alma. Y dijo: «Tenés razón, Papá Noel nunca pasa por acá, no pasa porque Papá Noel somos nosotros y no tenemos ni para comprar sidra ni pan dulce, menos para regalos. Los que vos pedís -siempre me dejaban alguna prenda para el invierno- no tenemos cómo comprarlos, pero te amamos, yo te adoro con todo mi corazón y este amor estoy segura que es el mejor regalo que puedo dejarte. La Navidad, nunca te olvides, es para agradecer a Jesús que vino a salvarnos. Estoy vieja y enferma así que cada navidad que puedo estar con vos es un milagro, un milagro de vida, algún día lo vas a entender cuando yo no esté».
Mi abuela tiró algunas navidades más. De puro porfiada nomás se negaba a morirse hasta estar tranquila que yo iba a poder defenderme en este mundo nuestro, suma de soledades.
Ese día entendí lo que pude, pero nunca más protesté por los regalos, que siguieron siendo prendas de invierno en verano. Con el tiempo entendí que para mi familia el invierno y como abrigarnos era un problema problemón.
Pasaron muchas navidades. Y sé que para esta que se acerca voy a recibir cientos de mensajes en la distancia… "Gracias Ali, te quiero mucho, estoy bien, que pases lindas fiestas", todos van a ser más o menos parecidos, mensajes de amor. Y se me va a escapar una lágrima por Jesi, por Yani, por Cintia, por Pamela, por Ale y por tantísimas otras que tienen un lugar en mi corazón para siempre, porque las he amado, las amo y las amaré.
También sé que me voy a sentar conmigo misma unos minutos con un termo y un mate -aunque haga cuarenta grados- en el fondo del patio, a buscar una estrella donde ver a mi abuela. Y como siempre le voy a sonreír y voy a susurrar bajito: «Gracias Jesús por venir a salvarnos y gracias Nonita por haberme amado tanto, fue el mejor regalo que me hiciste».