Falleció el Prelado del Opus Dei, un auténtico hombre de Dios, que mucho me quiso y tanto me ayudó en mi vida cristiana. Deseo compartirles hoy un homenaje personal a Mons. Javier Echevarría, en quien tuve siempre un modelo de amor a Cristo y a las almas.
1. Una vida para Dios. Javier Echevarría Rodríguez nació en Madrid (14 jun. 1932) y falleció recientemente en Roma, el pasado 12 de diciembre, fiesta de la Virgen de Guadalupe. A los 16 años pidió la admisión en el Opus Dei, para buscar la santidad en la vida cotidiana. Fue ordenado sacerdote en 1955.
Tuvo una peculiar misión en la vida, porque Dios lo puso a trabajar al lado de dos grandes figuras de la vida eclesial: el Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer, de quien fue secretario (1953 a 1975); y el primer sucesor de este santo, el hoy beato Álvaro del Portillo, de quien fue el colaborador más cercano (1975 a 1994).
Al fallecer Mons. Del Portillo, Javier Echevarría fue elegido Prelado del Opus Dei (20 abr. 1994) y luego ordenado obispo por san Juan Pablo II (6 ene. 1995). De ese momento, gastó sus días en dar a conocer la figura de San Josemaría y su mensaje de buscar la santidad en medio del trabajo y la vida familiar.
En sus 22 años al frente del Opus Dei, siempre estuvo muy unido a los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, a quien solo hace tres semanas había visitado. Además, viajó varias veces a las más de 50 circunscripciones de la Prelatura y tuvo centenares de reuniones con fieles y amigos de esta institución; ordenó a más de 500 presbíteros; escribió sin interrupción un carta pastoral cada mes (o sea, más de 250) y publicó varios libros sobre la vida cristiana.
2. Amó a Dios con gran pasión. Tuve la bendición de tratar de cerca a Mons. Echevarría, a quien los fieles de la Prelatura llamábamos sencillamente el Padre, por ser el padre de esta familia espiritual.
Se me quedaron grabadas en el alma su mirada y su voz, cada vez que nos exhortaba a amar más y más a Jesucristo. Una vez nos sugirió que aprovecháramos el silencio de esa noche, para hablar con Jesús y, con brillo en los ojos, añadió: “qué cosas le vamos decir”.
Pude asistir a no pocas Misas celebradas por él. Y siempre me impresionó la manera como miraba la Hostia Santa. Era como si con sus pupilas dijera: verdaderamente aquí está Dios. Me di cuenta de que, en verdad, este gran obispo estaba muy enamorado de Dios.
3. Con el cariño de un padre. En la homilía de la Misa exequial, Mons. Fernando Ocáriz, Vicario auxiliar de la Prelatura, comentó que durante sus últimos años en la tierra, el Padre nos pedía continuamente: “quereos mucho, ¡que os queráis cada vez más!” Y no era una mera frase, pues “impresionaba ver cómo quería a los demás”.
Su cariño también fue para mí: cuando falleció mi madre, me hizo llegar unas palabras de condolencia. Me sorprendió que me conocía por mi nombre, cuando me incorporé –junto con otros 57– al seminario de la Prelatura, en Roma. Recuerdo con emoción el abrazo tan entrañable que me dio cuando me confirió el presbiterado: lo vi feliz de que yo fuera sacerdote.
El 26 de junio de 2012, en Roma, tuve una breve conversación con él, que inició así: en tu última carta me decías esto y esto; y luego me dio tres consejos. Me impresionó que se acordara con tanto detalle, pues esa misiva se la había enviado tres meses antes. Su gran memoria era solo un reflejo de que nos quería a cada desde las entrañas de Cristo.
Conservo como un legado personal las palabras con las que se despidió de mí, en la última carta que me envió: “Te quiere siempre más, te bendice y te abraza tu padre, Javier”. Sé que ahora tengo a un intercesor que me conoce y me quiere en el Cielo, como lo hacía ya desde esta tierra.
Un obispo que fallece santamente es un motivo de esperanza para todo el Pueblo de Dios, porque pone de relieve que el Señor ha actuado en la vida de un ministro suyo, al que hizo capaz de vivir a fondo el gran mandamiento de amar a Dios a sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
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