Los concilios universales expresan la verdad de Dios, pero no siempre la expresan de la mejor manera. En la Palabra de Dios Dios expresa lo que quiere del modo que quiere. En el Magisterio de la Iglesia se expresa la verdad, pero, en algunas ocasiones, de un modo mejorable. Pues el modo de expresión en una determinada época puede ser oscuro, incluir ambigüedades o ser incompleto.
En la Palabra de Dios la verdad es expresada de un modo perfecto, el de Dios. En el Magisterio se expresa la verdad, pero no siempre de un modo perfecto. Dicho de otro modo, el Magisterio no es Palabra de Dios, sino palabra de hombres inspirada por el Espíritu Santo.
Eso, en mi opinión, ocurre en el Concilio de Trento cuando los teólogos redactaron el capítulo referente a la confesión e insistieron en que la confesión de los pecados mortales debía ser obligatoriamente de la materia, número y especie. En definitiva querían decir eso, aunque la redacción del capítulo da una impresión de todavía más rigor y exigencia por la redacción.
¿Realmente debemos obligar a los fieles a confesar los pecados en materia, número y especie? Durante años he visto como los sacerdotes más laxos se saltaban sin escrúpulo y siempre esta prescripción de Trento. Mientras que los sacerdotes más tradicionales exigían la confesión bajo este triple aspecto.
Después de años de confesar y de darle vueltas, creo haber llegado a algunas conclusiones que sostengo con buena fe. Conclusiones a las que parecen haber llegado mis colegas de la diócesis y de todas las diócesis.
A juzgar por Trento, por la praxis de la Tradición y por algunos aspectos más, en los que no voy a entrar por no alargarme y porque son argumentos algo difusos, la voluntad de Cristo era que el sacerdote se hiciera una idea de los pecados del penitente, para perdonarle en el Nombre de Dios. Es decir, no basta con arrodillarse y decir he pecado y recibir la absolución. Jesucristo quería que los penitentes pusieran los pecados en manos de los Apóstoles, y que ellos les dieran el perdón de Dios. Tal ha sido la praxis mantenida y conservada en la Iglesia.
Ahora bien, lo que dice Trento es el modo ideal de confesarse. Es como si el Concilio dijera: teniendo un individuo la ciencia teológica suficiente, uno debería confesarse así. Alguien objetará que el concilio dice que ese modo es obligatorio. Pero esa palabra ciertamente requiere exégesis: es obligatorio si uno tiene una ciencia teológica suficiente. No es el mismo modo en el que se confiesa un campesino analfabeto que una monja. Un adolescente no se confiesa con el mismo conocimiento que un presbítero.
Alguien insistirá en que obligatorio es obligatorio. Pero si tenemos la ayuda de la exégesis para leer la Sagrada Escritura, ¿por qué no va a haber una exégesis para interpretar el Magisterio? Cuántas veces dice la Biblia que los que hacen tal o cual cosa no se salvarán. No negamos el versículo, pero requiere interpretación. Lo mismo con el Concilio de Trento.
En la catequesis hay que enseñar a los niños que la confesión perfecta de los pecados graves es:
-Me he emborrachado (materia).
-Tres veces (número)
-Fue dentro de una iglesia (especie agravante, en este caso sacrilegio).
Esto es una confesión breve y perfecta. Así se debe hacer y así hay que enseñarlo en la catequesis. Ahora bien, querer exigir que el sacerdote saque a la fuerza todas las materias, números y especies a todo el que venga a confesar pecados graves es torturar al sacerdote, someter a un duro interrogatorio al penitente, y hacer desagradabilísimo este sacramento tanto al ministro como al penitente.
He leído y meditado los libros tradicionales para confesores durante años y más años. Y ahora, sin temor de caer en el laxismo, sin temor de desobedecer a la Iglesia, puedo afirmar con claridad que esos libros eran una repetición automática de Trento sin exégesis alguna. La intención era buena, albergaban el temor a decir algo que pareciera que era una corrección a un concilio.
En esta tradición de repetición fidelísima a Trento, se inscribe el punto 988 del Catecismo de la Iglesia Católica:
El fiel está obligado a confesar según su especie y número todos los pecados graves cometidos después del bautismo y aún no perdonados directamente por la potestad de las llaves de la Iglesia ni acusados en confesión individual, de los cuales tenga conciencia después de un examen diligente.
No lo niego, pero eso requiere una interpretación y una adaptación al penitente, no una aplicación automática por sistema. No es una obligación absoluta. También tenemos obligación de dar gloria a Dios, o de honrar a nuestro padre y nuestra madre. Si creyéramos que es una obligación absoluta la de dar gloria a Dios, cuando no estoy dando gloria, ¿estoy pecando? ¿Si no honro a mi padre, estoy pecando mortalmente? Evidentemente, no. Ambas cosas son obligatorias, pero hay que interpretar esa obligación.
De lo contrario, como tantas veces a ocurrido, por querer hacer las cosas bien, acaban haciéndose mal. Por fijarnos en el modo ideal de hacer las cosas, muchas veces hemos hecho sufrir al penitente en el momento que venía arrepentido. Hemos añadido sufrimiento en el momento en que venía doliéndose.