¿Rezar por la creación o rezar con la creación?

02 de septiembre de 2016

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“Hombre, ¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios? ¿Por qué te deshonras de tal modo, tú que has sido tan honrado por Dios? ¿Por qué te preguntas tanto de dónde has sido hecho, y no te preocupas de para qué has sido hecho”.
 
Estas palabras, que acabamos de escuchar, fueron pronunciadas por San Pedro Crisólogo, obispo de Rávena, en el siglo V después de Cristo, hace más de 1.500 años. Desde entonces, ha cambiado la razón por la cual el hombre se desprecia a sí mismo, pero no cambia el hecho. En tiempos de Crisólogo la razón era que el hombre es "de la tierra", es decir, que es polvo y al polvo volverá (Génesis 3:19). Hoy en día la razón del desprecio es que el hombre es menos que nada en la inmensidad sin límites del universo.
 
Ya es una carrera entre los científicos no creyentes entre quien sigue adelante en el afirmar la marginalidad total e insignificancia del hombre en el universo. "La antigua alianza está rota - ha escrito uno de ellos -; el hombre finalmente sabe que está solo en la inmensidad del universo del que surgió por casualidad. Su deber, como su destino, no está escrito en ningún lugar ". "Siempre he pensado - dice otro - de ser insignificante. Conociendo las dimensiones del Universo, no dejo de darme cuenta de cuánto lo sea realmente... Somos sólo un poco de fango en un planeta que pertenece al sol".
 
Pero no quiero detenerme en esta visión pesimista, ni en el impacto que tiene en el modo de comprender el ecologismo y sus prioridades. Dionisio el Areopagita, en el sexto siglo después de Cristo, enunciaba esta gran verdad: "No se deben confutar las opiniones de los demás, ni se debe escribir en contra de una opinión o de una religión que no parece buena. Se debe escribir solo a favor de la verdad y no contra los demás". No se puede hacer absoluto este principio, porque a veces puede ser necesario confutar doctrinas falsas y peligrosas; pero lo cierto es que la exposición positiva de la verdad es más eficaz que la confutación del error contrario.
 
El discurso de Crisólogo continúa exponiendo el motivo por el que el hombre no debe despreciarse a sí mismo:
 
“¿Por ventura todo este mundo que ves con tus ojos no ha sido hecho precisamente para que sea tu morada? Para ti ha sido creada esta luz que aparta las tinieblas que te rodean; para ti ha sido establecida la ordenada sucesión de días y noches; para ti el cielo ha sido iluminado con este variado fulgor del sol, de la luna, de las estrellas; para ti la tierra ha sido adornada con flores, árboles y frutos; para ti ha sido creada la admirable multitud de seres vivos' que pueblan el aire, la tierra y el agua, para que una triste soledad no ensombreciera el gozo del mundo que empezaba”.
 
El autor no hace más que reafirmar la idea bíblica de la soberanía del hombre sobre el cosmos que el Salmo 8 cantaba con una inspiración lírica no inferior, que la del obispo de Rávena. San Pablo completa esta visión, señalando el lugar que ocupa en ella,  la persona de Cristo: "el mundo, la vida, la muerte, el presente o el futuro. Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios".(1 Cor 3,22s). Nos encontramos ante un "ecologismo humano" o "humanista": un ecologismo, es decir, que no es un fin en sí mismo, sino en función del hombre, no sólo, naturalmente, del hombre de hoy, sino también del aquel del futuro.
 
El pensamiento cristiano nunca ha dejado de preguntarse el porqué de esta trascendencia del hombre respecto al resto de la creación y siempre ha encontrado en la afirmación bíblica que el hombre fue creado "a imagen y semejanza de Dios" (Génesis 1: 26). También el Crisólogo, hemos escuchado, se basa en que: "El Creador... ha impreso en ti su imagen, para que la imagen visible mostrara al mundo el creador invisible, y te ha puesto en la tierra para hacerlo en su nombre”.
 
Aquello sobre lo que la teología, también gracias al renovado diálogo con el pensamiento ortodoxo, ha alcanzado hoy una explicación verdaderamente satisfactoria, es saber en qué consiste ser “a imagen de Dios”. Todo se basa en la revelación de la Trinidad obrada por Cristo. El hombre es creado a imagen de Dios, en el sentido de que participa en la esencia íntima de Dios que es la relación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. "Relaciones subsistentes", define Santo Tomás de Aquino a las personas divinas. Ellas no tienen una relación entre sí, sino que son esa relación.
 
Sólo el hombre - como una persona capaz de relaciones libres y conscientes - participa en esta dimensión personal y relacional de Dios. Siendo la Trinidad una comunión de amor,  creó al hombre como un "ser en relación.". Es en este sentido que el hombre es "a imagen de Dios".
 
Es evidente que existe un foso ontológico entre Dios y la criatura humana; sin embargo, por la gracia (¡nunca hay que olvidar esta aclaración!), este foso se colma, por lo que es menos profunda que la que existe entre el hombre y el resto de la creación. Afirmación osadísima, pero basada en la Escritura que define al hombre redimido por Cristo "partícipe de la naturaleza divina" (2 Pedro 1.4).
 
Sólo la venida de Cristo, sin embargo, ha revelado el sentido pleno del ser a imagen de Dios. Él es, por excelencia, "la imagen de Dios invisible" (Col 1,15).; nosotros -decían los Padres de la Iglesia - somos "imagen de la imagen de Dios", en cuanto "predestinados a ser conforme a la imagen de su Hijo" (Rm 8, 29), creados "por medio de él y para él "(Col 1, 16), que es el Nuevo Adán.

(...)

(Pulsa aquí para leer el texto completo en su fuente… aproximadamente diez minutos de lectura)

 

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