Pobrecitos los pobres

15 de abril de 2016

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Crecí en una casa donde nos levantábamos con la pobreza, almorzábamos con la pobreza y sobre todo nos acostábamos con la pobreza.
 
El baño -fondo- precario que teníamos quedaba a cincuenta metros de la casa, así es que imagínense en invierno las dificultades para llegar a las tres de la mañana en medio de una helada incipiente, es decir un frío que rajaba la tierra en cuatro. No sólo había que llegar, el tema era volver en medio de noches oscuras de oscuridades y a veces de lluvias que hacían del patio un campo de batalla de barro y demás. La lluvia es romántica cuando se contempla desde el vidrio de una ventana empañada por aire tibio - de un calefactor- y por un humeante café, no voy a decir que marca.
 
Conocí que era un odontólogo, o al menos lo que hacía a los diecisiete años y también a esa edad me compré unas zapatillas -con unas plantillas- que no eran las históricas de lona y alguito de suela, que en verano eran calientes y en invierno heladas y sobre todo incomodísimas para mí que con el tiempo y decenas de problemas en los huesos, descubrí que tengo pies planos.

Las básicas están buenísimas para el que tiene al menos dos pares y no tiene pies planos, y se las pone de vez en cuando para hacer facha.
 
La cena era mate cocido, en sus variantes cuando había leche, y la merienda del otro día para la escuela era media varilla de pan -eso nunca faltó, más duro menos duro- con manteca y queso. Mi abuela nunca entendió que la manteca si hacía calor se me derretía. Compré mi primer alfajor para la merienda cuando tenía 14 años; aún puedo describir el día, el sol que quemaba hasta las esperanzas y creo que hacía cuarenta y cinco grados a la sombra, era el mes de marzo. Igual yo estaba feliz por el alfajor que a mí me pareció tan rico. Creo que nunca más comí un alfajor así de rico. Si cierro los ojos y me traslado en el tiempo puedo evocar hasta la textura del chocolate.
 
Todo me costó tanto en la vida. La pobreza me costó, me hizo mella en los huesos y en los sueños que nunca dejé de soñar a pesar de los pesares. Y no es que no agradezca a Jesús todo su amor y todo lo que hizo y hace por mí. Pero reconocer las realidades que son tan reales es una manera más de vivir en paz conmigo misma.

Por eso cuando escucho a tanto político o analista político hablar de la pobreza y los pobres con tanta liviandad se me eriza la piel y los pelos se me vuelan por las alturas. Quizás antes de ocupar un espacio donde decidimos la vida de la gente, las personas no son trámites son personas. TODOS deberíamos pasar cuarenta y cinco días en una  villa de emergencia -emergencia eterna porque nunca deja de serlo- y después vemos que políticas podemos pensar. 

 Laudato Sí es una hoja de ruta para políticos, es un mapa para seguir cada día, en todo lo que hacemos, y en sus páginas palpita el clamor de los que menos tienen, menos pueden. De aquellos que nacen, viven -o sobreviven - y mueren sin haber tenido oportunidades. Todos somos responsables por todos, nadie se salva solo.

¿Si hacemos una edición ilimitada de Laudato Si para políticos?

Entre todos podemos construir un mundo sin esclavos.

 
 
 

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