La palabra “culpa” no gusta. Implica reconocer la propia responsabilidad. Si hay culpa, uno tiene que reparar, que pedir perdón. Si no la hay, no existen daños que subsanar.
Por eso, con frecuencia buscamos excusas. “No sabía, no lo hice a propósito, fue un mal momento, me provocaron, quizá no sea algo tan malo, además todos lo hacen...”
Lo curioso es que las excusas que usamos para defendernos de las propias culpas no las aplicamos muchas veces a los demás. Ellos sí son culpables, maliciosos, egoístas, descuidados...
Necesitamos una buena dosis de humildad para reconocer las propias culpas. No como un reproche masoquista que no sirve para nada, sino como preparación del corazón para la siguiente etapa: reparar, pedir perdón, y volver a empezar.
El reconocimiento de la culpa es necesario para el reencuentro con Dios. Si hay culpa, hay pecado. Y si hay pecado, solo la misericordia divina puede darnos el único perdón que sana los corazones.
Igualmente, necesitamos aprender a ver a los demás de otra manera. Es cierto que también otros tienen culpas, pero no siempre ocurre eso. Además, ¿no deseamos ser perdonados? El mejor camino para recibir el perdón consiste en perdonar a los demás: familiares, amigos, compañeros de trabajo, conocidos, personajes públicos, etc.
Hoy, como en cada época humana, necesitamos hablar de culpa. Solo cuando afrontemos en serio los propios pecados y faltas, estaremos en condición para ponernos en manos del verdadero Médico: Jesucristo. Él es el Hijo de Dios e Hijo de María, el Salvador que nos trajo el gran regalo de la misericordia de un Padre que ama a cada uno de sus hijos.