Dentro de las hegemónicas pretensiones de la tradición liberal figura la de negar que deba existir la teología política, es decir, que de la relación con Dios pueda derivarse alguna implicación para el orden colectivo, para la consecución del bien común. Es una posición insostenible desde el cristianismo, que llama también en el servicio al Señor a liberar al hombre de las estructuras de pecado. Naturalmente la cuestión fundamental es la evangelización, pero esta no funciona en un marco abstracto sino en unas condiciones concretas que son políticas; por ejemplo, la libertad religiosa, el derecho de los padres a la educación de los hijos y un larguísimo etcétera.
Pero a pesar de su error, la tesis ha hecho camino de manera que la “teología política” es un sospechoso habitual en nombre de la laicidad de la sociedad (otro error o falsedad, según se mire, porque la sociedad en su naturaleza es plural; no laica), y la separación de la Iglesia y el estado, que en lugar de ser percibida en lo que significa, su neutralidad religiosa -que no cultural-, es interpretada como la exclusión necesaria de toda idea de Dios en el espacio público. Muchos cristianos, la propia Iglesia en parte, han comprado esta idea, que ha tenido como consecuencia la depauperación del juicio cristiano sobre la vida pública.
De esta manera la teología política ha quedado como un reducto del integrismo o del tradicionalismo, por una parte, o como una interpretación viciada por su imposible incardinación con el marxismo, en algunas de las corrientes de la Teología de la Liberación, que no en todas.
Esta ausencia explica la incapacidad de entender al Islam en su generalidad, no solo a los “malos”, porque en esta concepción la vida religiosa es inextricable de la pública. De ahí que el mayor conflicto en Europa se dé en países como Francia, donde impera el laicismo como política sistemática de estado. Intentan solventar su fracaso con más laicismo y menos libertades. El primer ministro Valls encarna perfectamente esta dualidad que sólo conduce a la creación de fosos entre comunidades. Precisamente lo que pretende el Estado Islámico.
En las actuales crisis europeas, porque son múltiples y la del islamismo es una más, el cristianismo sería un factor positivo de primer orden, si retomara su papel de siempre, de ofrecer sus propuestas para la vida en común y la capacidad para servirlas, en lugar de vivir encerrado dentro de sus parroquias, y confiando todo a la solidaridad, es decir, a sacar parte del agua que entra en el bote sin ocuparse de los agujeros.
Pero para ello es necesario desplegar la teología política, en el sentido que la describe Cavanaugh: “El análisis y la crítica de las disposiciones políticas partiendo de las diferentes interpretaciones de las relaciones de Dios con el mundo”, del cristianismo en nuestro caso, lo cual exige la aceptación de la idea de Dios en el espacio público. Es peligrosamente irracional que se acepten y prosperen planteamientos surgidos de creencias confusas y negadas por la evidencia de la realidad como las que postula la ideología de género y, al mismo tiempo, se excluya las procedentes de la reflexión racional sobre Dios. Esto es en términos literales la negación de la libertad. Mantenernos en ese absurdo, es hacernos cómplices, de él y propiciar unas condiciones, que transforman la evangelización en un discurso sin sentido para los receptores.