Yo tenía diez años y un montón de pajaritos azules que me revoloteaban en el corazón. Yo tenía solo diez años y a esa edad en medio de la inmensidad del campo verde y del cielo celeste todo me parecía lejano e inalcanzable.
Recuerdo como si fuera hoy que en esa noche de diciembre un cielo más negro que la negrura misma, apareció pintado de estrellas que brillaban el doble. Al apagar la única vela encendida de la casa, el infinito apareció ante mis ojos de niña y me pareció más infinito aún. Recuerdo como si fuera hoy que nos sentamos con mi abuela y mi papá en dos bancos que teníamos en la entrada de la casa. Los bancos más viejos que la vejez misma, estrenaban un barniz mezcla de caoba y roble que mi padre había mezclado para tapar de alguna manera los signos del tiempo.
Mi abuela preparó el mate con peperina y puso en un pedazo de mesa -le faltaba la mitad- unos sandwich que hizo con lo que había. No teníamos heladera, por eso los alimentos se guardaban en el lugar más fresco, el antiguo aljibe. El aljibe que cuando tenía unos años menos corría a asomarme para mirarme en el espejo de agua.
Era la noche previa a año nuevo. La noche ahí y nosotros sentados los tres mirando pasar la vida mientras un puñado de luciérnagas prendían y apagaban la noche. Compartíamos la noche, compartíamos los sandwich y compartíamos la pobreza. Mi padre como me notó callada me preguntó qué me pasaba y después de un largo rato, le conté que a la tarde cuando fuimos a visitar, caminado, los vecinos del campo de al lado, mi amigo Claudio me mostró los cuantiosos regalos que había recibido y que cuando me preguntó qué había recibido yo le dije con mucha vergüenza… «un par de medias».
Mi padre bajó la mirada y sus ojos se perdieron en la noche, no me dijo nada. En cambio mi abuela me dijo que me contaría una historia…
«En épocas de la guerra, había una familia en los campos de Italia que en vísperas de navidad se pusieron a agradecer al Niño Jesús lo que tenían, en realidad tenían tres huevos, dos papas, un pan y un puñado de achicoria salvaje, cuando eran nueve a la mesa, entre ellos cinco niños.
Después de agradecer se dispusieron a compartir lo que tenían cuando el sonido de los aviones partió en dos la noche.
Asustados, amontonados en el sótano, se quedaron toda la noche en vela hasta que los sonidos aterradores de estruendo cesaron. A la mañana, cuando salieron al patio de la casa, para su sorpresa un objeto raro estaba a medio metro de la puerta de entrada.
Horrorizados descubrieron que era una bomba que nunca explotó.
Todos se largaron a llorar y agradecer el mejor regalo que Jesús les podía hacer en navidad: la vida».