A primera vista, puede parecernos que hacen poco daño: sólo unas palabras hostiles dirigidas a quien se detesta. Sin embargo, en realidad ocurre lo contrario. Nuestras palabras no son fórmulas vacías y sin profundidad. Al contrario, conllevan mucho significado, y a menudo un significado profundo.
Nuestras palabras tienen sentido. Bien elegidas, pueden llenar de paz, dar consuelo, solaz y alegría; pueden convertirse en una herramienta para la terapia, la curación, llevar un mensaje de paz y libertad. Sin embargo, éste es sólo uno de los lados brillantes de las palabras. También existe el otro, el lado oscuro, que aflora cuando damos a nuestras palabras un significado diferente, cuando las elegimos en una clave distinta y con una intención diferente: dañar, herir y lastimar.
Por supuesto, hay heridas infligidas inconscientemente, cuando decimos algo sin mala intención, pero de tal manera que nuestro prójimo se siente tocado u ofendido. Éstas se curan fácilmente, a menudo también con palabras. Sin embargo, también hay heridas que dejan huellas permanentes, profundas, a menudo muy difíciles de curar y tan dolorosas en las capas psicológicas y espirituales de nuestra personalidad, que el sufrimiento que causan suele ser más agudo que el dolor físico. Intentamos defendernos de ellas, pero no siempre sabemos cómo hacerlo.
Nuestros ineptos intentos de hacer frente a la violencia de las palabras -especialmente cuando somos jóvenes y vulnerables- agravan el problema en lugar de eliminarlo. Un gran número de jóvenes sufren profundamente las palabras humillantes que les dirigen sus compañeros, los mensajes hirientes y degradantes de sus padres, las burlas, la ironía o la malicia que experimentan de muchas maneras en sus jóvenes vidas.
Palabrotas y maldiciones
En medio de todas estas expresiones de hostilidad, también hay palabras que llevan una carga particular de odio. Son las palabrotas y las maldiciones. No se trata de vulgarismos -aunque éstos, por supuesto, no pertenecen al arsenal del bien, sino del mal-, sino del tipo de mensajes cuya intención es dañar a otra persona en la medida de lo posible. Insultar es desear de manera directa el mal a alguien -enfermedad, sufrimiento, muerte- y maldecir es una forma de ello que a menudo apela directamente a algunas fuerzas hostiles y oscuras e intenta a través de ellas dañar al prójimo.
No en vano, en la tradición espiritual de la Iglesia, maldecir a otra persona se consideraba un delito grave, una especie de aliarse con las acciones del diablo. La Iglesia condenaba severamente a los que, a sabiendas y con clara intención de dañar, maldecían a otros, sobre todo porque la maldición era utilizada a menudo por diversos charlatanes, magos, brujas y otros sembradores de superstición, como herramienta para atraer el odio del espíritu maligno sobre las personas.
¿Esa actividad tiene realmente el poder de hacer daño? ¿Es una amenaza espiritual? Sin duda, perjudica a quien recurre a la maldición: le conduce al abismo del pecado y le encierra en las garras del odio. Sin entrar en la compleja cuestión de si una maldición puede ser peligrosa para el maldecido, y en qué medida, merece la pena liberar el corazón de lo que dejan en él las palabras y la persona del que maldice: del odio verbal de los enemigos y de la malicia de quienes desean hacernos daño.
¿Cómo hacerlo? Aunque pueda parecer sorprendente, la forma misma en que respondemos a la persecución y al odio es lo que debería distinguir a los discípulos de Jesús. De hecho, en el Evangelio según San Mateo, leemos las siguientes palabras, que el evangelista atribuye a Jesús: "Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen" (Mt 5,44). Una versión del texto griego del Evangelio de Mateo incluye además en este punto las palabras: "Bendecid a los que os maldicen" (Mt 5,44).
Bendecir y adorar
Además, la palabra griega ευλογώ (eulogo) significa algo más que "bendecir". Pues también puede traducirse como "glorificar". ¿Qué significa esto en la práctica? Ante todo - que Jesús nos anima a responder a la hostilidad, al odio, a la agresión verbal, a la malicia y a las maldiciones con la bendición e incluso con la alabanza.
La idea, pues, es bendecir a la persona antipática y glorificar a Dios en ella. Y aunque nos parezca ilógico e improbable, precisamente esta actitud es el mejor "antídoto" contra el mal que nos dirige la actitud y el comportamiento de determinadas personas. La oración de bendecir a nuestros enemigos y alabar a Dios en la dificultad que nos causan nos permite mantener nuestro corazón libre de odio y de miedo, anclado en Dios y confiando en que Él mismo asumirá su justicia.
También nos da la oportunidad de mirar a nuestros enemigos con otros ojos: como aquellos que, en su agresividad, suelen estar ellos mismos profundamente confundidos, enfermos y heridos, necesitados de amor y ayuda. Así es precisamente como Dios los mira: no los tacha, sino que desea su salvación. Por eso la Escritura nos anima a adoptar la perspectiva de Dios en nuestra respuesta al mal, y Jesús nos asegura que quienes hacen precisamente eso están especialmente cerca del corazón de Dios. Porque quizá no haya promesa más hermosa que la que les hace: "Así seréis hijos de vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,45).