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"Mi Misa yo no me la pierdo"

La santidad está donde menos te la esperas. Todo es cuestión de amor y para quien ama, todo, explícitamente todo, es posible.

por HM/ Portaluz

30 Enero de 2014

Algunos años antes de 1979, el entonces presidente de la República Dominicana ofreció terrenos en Jarabacoa a familias japonesas que quisieran inmigrar y trabajar allí. Entre los hijos de una de estas familias, apellidada Hidaka, se contaban dos niñas, Tosie y Leiko, que, recién establecida la colonia japonesa en Jarabacoa, ingresaron como alumnas en el Colegio de Ntra. Sra. de la Altagracia, regentado por las beneméritas Salesianas de S. Juan Bosco.

Primero Toise y después Leiko, debidamente catequizadas y probadas, quedaron incorporadas a Jesucristo por el bautismo, la primera con el nombre de Mª Luisa y Leiko con el de Mª Trinidad. También fueron confirmadas y recibieron la Primera Comunión, proporcionando a sus educadoras la alegría de ver los primeros frutos del apostolado salesiano en la colonia japonesa.

Apenas era una niña, pero con vocación santa

Para Mª Trinidad esas dos bellas y evocadoras palabras, “Primera Comunión”, no fueron sólo palabras bellas, sino que expresaron una realidad viviente, porque tras la primera vino la segunda y la tercera y otras muchas comuniones. Ella, una pequeña japonesa de arraigadas tradiciones familiares, ha comprobado que para su conversión al cristianismo fueron decisivas la conducta y las palabras de su hermana Mª Luisa. Y concibe un ideal grandioso, dispuesta a poner en práctica todos los medios posibles para realizarlo: la conversión de sus padres al cristianismo.

Ideal grandioso, pero cercado de obstáculos, que Mª Trinidad no puede superar: es una colegiala con el tiempo siempre ocupado por estudios, clases, exámenes, más alguna colaboración a los quehaceres domésticos. Su madre es una japonesa aferrada a la religión de los antepasados, que no acepta ninguna influencia cristiana. Su padre... ¡su descarriado padre sí que presentará obstáculo insuperable para la conversión! No sólo es pagano, sino que vive en enemistad con su propia religión y hasta con la tradicional honradez de las familias japonesas, pues marchó de casa hace pocos años, abandonando mujer e hijas, uniéndose a otra y formando con ella y con nuevos hijos una familia que nunca será de esas familias legítimas que atraen las miradas complacidas de Dios.

Obstáculos insuperables para las fuerzas humanas de Mª Trinidad. Pero, por lo que ha estudiado en sus libros de religión, y más todavía por la gracia que en el sacramento de la confirmación le infundió el Espíritu Santo, sabe que los cristianos poseen una potencia de gran alcance: la propia oración unida con la oración de Jesús; potencia que se multiplica cuando a la oración acompaña el sacrificio, unido también al sacrificio de Jesús en la cruz. Y sabe Mª Trinidad que este sacrificio redentor se renueva y se hace presente a cada uno en la Santa Misa. Por eso, desde su bautismo y primera comunión, participó en la Eucaristía con una constancia y devoción que emocionaban a las religiosas de su colegio. Cuando está para ingresar en el de Santo Domingo, esta es su primera pregunta a la superiora: “«¿A qué hora tienen ustedes la Misa?»... A las seis de la mañana le responden. «¡Ah, muy bien! -dice la pequeña- Me levanto a las cinco, ayudo en casa, y para las seis estoy en el colegio. Mi Misa... yo no me la pierdo»”.

Una claridad de pureza en los ojos de la joven y una sonrisa de bondad en sus labios acompañan a esta afirmación pronunciada con energía.

El sacrificio

Un domingo, claro después de la Misa matutina, Mª Trinidad va con sus amigas japonesas a disfrutar del campo, por las orillas del río Jimenoa, que invita a nadar en sus aguas limpias y mansas. Mª Trinidad, excelente nadadora, quiere “echar un clavado”; se encarama a uno de los árboles ribereños y... ¿se le quebró una rama y cayó sin poderlo evitar o la poca profundidad del sitio escogido no pudo amortiguar la caída? Lo cierto es que las amigas ven el cuerpo de Mª Trinidad medio sumergido, inmóvil, a merced del agua, como muerto... Gritan, se lanzan hacia él, son buenas nadadoras; lo traen pronto a la orilla. Pero no reacciona; el golpe con las rocas del fondo le ha roto las vértebras cervicales. Sobrevienen horas de angustia: es domingo; ¡dónde encontrar un médico, cómo trasladarla al hospital, quién avisa a su madre!... Cuando al fin consiguen que se le haga la primera cura de urgencia, el doctor dictamina: “Es caso perdido”.

En lucha desesperada contra la muerte, Mª Trinidad es conducida al Hospital Internacional de Santo Domingo, donde la visita aquella salesiana que escucho de su ardor por la Misa...

“Corrí al hospital. El cuñado de Mª Trinidad, el bueno de Miguel, me condujo a la cabecera de nuestra alumna. ¡Qué cuadro de dolor, Dios mío! Mª Trinidad tenía, colgando de sus negros cabellos, un peso de diez kilos, para que el cuello no se encogiera y se ahogara. Sus miembros estaban rígidos, sin movimiento alguno. La besé y le dije al oído: «Une tus sufrimientos a la Pasión de Jesús». Ella, con voz muy débil y también hacia mi oído, que yo acercaba a sus labios, musitó: «Por conversión... papá y mamá...» Entonces comprendí aquella constante expresión suya: «Mi Misa... yo no me la pierdo». ¡Era tan grande, tan difícil lo que deseaba conseguir!...”.

Lo mismo que la oración, el sacrificio personal de Mª Trinidad quedó unido al sacrificio redentor del Calvario. Y fue un sacrificio no sólo prolongado por días, semanas, meses, sino más penoso a cada hora que pasaba. Por la inmovilidad en la cama y la deficiente circulación sanguínea se le abrieron por todo el cuerpo unas llagas purulentas cuyo hedor repugnante llenaba la habitación y contristaba a los visitantes: era la juventud de Mª Trinidad luchando contra la gangrena mortal. Unos momentos de alivio apaciguaban esta lucha: los momentos en que un Padre salesiano le traía la sagrada comunión. Una tarde, Mª Trinidad falleció y sin ver realizado el ideal al que consagró la vida. Pero desde aquel momento nadie sintió en torno a la muerta el olor que antes era insoportable.

Promesa de amor cumplida

Su madre, sumida en pena inmensa, cuando ve que una persona amiga va a Misa, le entrega la fotografía de Mª Trinidad y le dice:

“¿Vas a la Misa de los cristianos? Eso es lo que más alegraba a mi hija...Ya que ella ahora no puede ir, llévate su fotografía para que esté contigo durante la Misa; cuando acabe, me la devuelves”.

Y la buena mujer japonesa, al contemplar la imagen de su querida hija, “que viene de haber estado en Misa”, cree sorprender en ella una alegría, una sonrisa que le inunda el corazón de consuelo y la atrae hacia Jesús de manera fuerte y suave. Después de suficiente preparación, pide el bautismo. Y en la Nochebuena de 1972 queda hecha cristiana con el nombre de Mª Trinidad.

A los seis años de fallecida nuestra protagonista exhuman su cadáver para colocarlo en un panteón familiar recién adquirido. Todos piensan que sólo encontrarán los huesos y el polvo dejados por aquella putrefacción iniciada en los últimos días de su viacrucis en el hospital. Pero... oigamos de nuevo a la salesiana del Colegio Altagracia:

“Mª Luisa Hidaka, hermana de Mª Trinidad, me conduce al camposanto, donde está la familia, que ha encontrado el ataúd entero. Al llegar yo, lo destapan, y aparece el cuerpo de Mª Trinidad. ¡Qué impresión! Está intacta: su rostro, fresco y rosado; sus ojos, abiertos; su cuello, normal; su ropa, ordenada; sus manos oscuras, sin ningún mal olor... Piadosamente cerramos el ataúd y lo colocamos en su nuevo nicho”.

Mª Trinidad no vio los frutos de su sacrificio; pero la eficacia fue completa. Después de convertida y bautiza la madre, el padre sigue lejos, con otra mujer, con otros hijos. Pero en momentos cruciales de su vida ve que Mª Trinidad -como él mismo contará después-, se le aparece y le dice cariñosamente: “Papá, debes bautizarte”. El hombre rechaza la invitación filial; pero ella insiste y apremia: “Papá, bautízate pronto”.

Al fin triunfa la gracia impetrada por Mª Trinidad con su oración, su Misa diaria, su calvario sangriento en el hospital. El señor Hidaka, ya viejo y enfermo, vuelve a su mujer y a sus hijos; les pide perdón sinceramente, y les dice que quiere ser cristiano. Debidamente instruido, recibe el bautismo con el nombre de Juan y muere el día 11 de agosto de 1979.

Todos los japoneses de la colonia, incluso los que viven lejos, y sin que se sepa quién los avisó, acuden al entierro de Juan Hidaka en el camposanto de Jarabacoa. Saben que ha vivido mal, pero que ha muerto arrepentido. Y presienten que en todo esto palpita algo muy grande: ¡El sacrificio de una buena cristiana, cuyo cuerpo incorrupto exultará de gozo cuando a su lado coloquen el de un “padre pródigo”, por cuya salvación había renovado muchas veces una ofrenda del más puro amor: “Mi Misa... yo no me la pierdo!”.

(Testimonio de religiosas “Siervas del Hogar de la Madre)