Millones de hijas e hijos de Dios ya fallecidos, también los que hoy están en este mundo y quienes vendrán, son testigos del más poderoso milagro que sin interrupción de tiempo está ocurriendo y se repite en cada eucaristía celebrada en algún lugar del mundo. ¿El milagro? 😊 … la transubstanciación de una sencilla hostia y vino con una pizca de agua, en el Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, ¡Dios vivo!
No es extraño entonces que el más poderoso milagro tenga millones de adoradores por todo el orbe, que sin descanso proclaman las maravillas del amor de Dios y asimismo es comprensible que el pueblo fiel de Dios, celebre en un día específico esta realidad.
Diversos han sido en la historia de la Iglesia los fundamentos para la instauración de la solemnidad del Corpus Christi. Por cierto, el eje doctrinal fue la proclamación de la transubstanciación el año 1215 en el IV Concilio de Letrán, reforzado luego en el de Trento. Pero lo que pocos conocen es que la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi) fue instituida por Dios mismo.
La intervención de Dios narrada por Papa Benedicto XVI
Según refiere la Tradición de la Iglesia, la causa directa de la instauración de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo hay que buscarla en las apariciones de Santa Juliana de Cornillón.
Así relató los hechos vividos por la santa el querido Papa Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles 17 de noviembre de 2010
"Santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de Lieja, con su gran fervor, contribuyó a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año, la del Corpus Christi. Juliana nació entre 1191 y 1192 cerca de Lieja, en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por decirlo así, un verdadero «cenáculo eucarístico». Allí, antes que Juliana, teólogos insignes habían ilustrado el valor supremo del sacramento de la Eucaristía y, también en Lieja, había grupos femeninos dedicados generosamente al culto eucarístico y a la comunión fervorosa. Estas mujeres, guiadas por sacerdotes ejemplares, vivían juntas, dedicándose a la oración y a las obras de caridad.
Juliana quedó huérfana a los cinco años y, con su hermana Inés, fue encomendada a los cuidados de las monjas agustinas del convento-leprosario de Monte Cornillón. Fue educada en especial por una monja, que se llamaba Sapiencia, la cual siguió su maduración espiritual, hasta que Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en latín, en particular las de san Agustín y san Bernardo. Además de una inteligencia vivaz, Juliana mostraba, desde el inicio, una propensión especial a la contemplación; tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las palabras de Jesús: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
A los 16 años tuvo una primera visión, que después se repitió varias veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica, para la institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometiera de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento”.
Según la tradición hagiográfica, no sería hasta el año 1245, cuando Santa Juliana tuvo una aparición de Cristo, quien, le ordenó la institución de la fiesta de la Eucaristía el primer jueves después de la solemnidad de la Santísima Trinidad. Al respecto de este asunto, el Papa Benedicto XVI prosigue relatando:
"Durante cerca de veinte años Juliana, que mientras tanto había llegado a ser la priora del convento, guardó en secreto esta revelación, que había colmado de gozo su corazón. Después se confió con otras dos fervorosas adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que se había unido a ella en el monasterio de Monte Cornillón. Las tres mujeres sellaron una especie de «alianza espiritual» con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron involucrar también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo en la iglesia de San Martín en Lieja, rogándole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que tanto les interesaba. Las respuestas fueron positivas y alentadoras. Fue precisamente el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de los titubeos iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Christi en su diócesis. Más tarde, otros obispos lo imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios encomendados a su solicitud pastoral.
La buena causa de la fiesta del Corpus Christi conquistó también a Santiago Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, al convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción también a las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: «Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)».
El Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Christi en Orvieto, ciudad en la que vivía entonces. Precisamente por orden suya, en la catedral de la ciudad se conservaba —y todavía se conserva— el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico acontecido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, fue asaltado por serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de ese modo lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los mayores teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino —que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto—, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Esos textos, que todavía hoy se siguen usando en la Iglesia, son obras maestras, en las cuales se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.
Aunque después de la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Christi quedó limitada a algunas regiones de Francia, Alemania, Hungría y del norte de Italia, otro Pontífice, Juan XXII, en 1317 la restableció para toda la Iglesia. Desde entonces, la fiesta ha tenido un desarrollo maravilloso, y todavía es muy sentida por el pueblo cristiano”.
El Magisterio y la doctrina
Al respecto del fundamento doctrinal para esta feliz celebración del Corpus Christi, lo establecido en el IV Concilio de Letrán -confirmado y desarrollado en el de Trento- lo expresa hoy el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 283 del Compendium con las siguientes palabras:
"Transubstanciación significa la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su Sangre. Esta conversión se opera en la plegaria eucarística con la consagración, mediante la eficacia de la palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo. Sin embargo, permanecen inalteradas las características sensibles del pan y del vino, esto es las «especies eucarísticas»".