Orar en la montaña ensancha el corazón, abre los sentidos de par en par y llena de gozo al alma. Todo cambia cuando uno “se pierde” por un valle río arriba, se mete en el encanto de la noche o simplemente contempla como la niebla hace desaparecer un monte ante tus ojos. Esto y mucho más se puede vivir al seguir los pasos de San Juan de la Cruz con su Cántico espiritual o con sus poesías que tanto nos ayudan a descubrir la presencia de Dios en la naturaleza. Y si además sumamos la compañía de la Madre de Dios y Madre nuestra, llegamos a lo más sublime.

 

Algo de esto es lo que pasa cada vez que subo a Valvanera, a la casa de la Madre de los riojanos, en plena sierra, y me dejo llevar por el paisaje que me cautiva desde el primer momento. Esta vez ha sido muy especial. Venía con una intención que ha dado la vuelta en el último momento. Además, había niebla la primera tarde y la última. Llego con un proyecto que no se cumple y me voy con un regalo que no esperaba. Esto pasa cuando uno se deja en las manos de Dios. La situación personal y el ambiente externo pueden cambiar, pero lo que siempre permanece sin alteraciones es la presencia de la Virgen de Valvanera en su camarín, junto a su Hijo en el sagrario, y su esposo San José cerca de los dos, y el rumor del río. Eso no cambia nunca porque es la pura esencia. Dios es eterno y siempre está presente en la Eucaristía, esperando una visita cuando venimos a ver a la Madre. En un rincón de la iglesia San José sigue con su mirada a quien sube al camarín de su Esposa y al que entra en la capilla donde su Hijo se encuentra escondido en el sagrario. Y abajo el río que da vida a todo este intrincado y legendario valle de las venas.

 

Eso es lo que al llegar siempre nos espera sin cambio alguno. La Virgen, su casa y los que le acompañan. Bueno, los hijos que cuidan de la casa sí que cambian, antes eran los monjes benedictinos, ahora son los monjes del Verbo Encarnado.  Subir a Valvanera y saber que tienes una presencia viva tanto humana como espiritual ayuda mucho a llegar hasta enclave sin par. A todo esto se suma la frescura y atractivo del río escondido en lo más profundo.

 

Con todo esto sólo hace falta ponerse a rezar. La oración brota sola. Dentro de la iglesia y fuera. De rodillas ante el sagrario o la imagen de la Virgen, o paseando por los contornos que rodean el monasterio. La clave consiste es abrirse a Dios. Lo demás viene solo. Tras varios días todo es más fácil. El silencio ayuda a meterse en Dios, en el misterio de la búsqueda del Amado por estos montes y riberas. Aparece. Desparece. Pero no deja de estar presente.

 

Es lo que pasa con los montes que cobijan el monasterio. Tan pronto puedes contemplar su espléndida majestuosidad como su recuerdo de que están ahí porque la niebla baja y los cubre por completo. Sabes que existen, pero no los ves. El que no ha estado antes lo desconoce, pero el orante que lleva tiempo aquí sabe que los montes no desaparecen físicamente, sólo dejamos de verlos. Por eso es bueno caminar, hacer un camino espiritual que nos ayude a conocer qué tenemos delante para encontrarnos con Dios.

 

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