Cuando uno vuelve a sus lugares de infancia y adolescencia los sentimientos afloran con una fuerza especial, más aún cuando son rincones llenos de vida, junto a un río o en lo alto de una montaña. Y si además sumas la visita a un paraje que siempre has querido ir y siempre se quedaba en “ya iré un día”, todo cobra más intensidad. Esto es lo que vivo el pasado viernes de la Octava de Pascua. Quedo con un amigo para pasar el día en plan retiro y dejar que Dios nos hable al corazón; bueno no sólo Él, sino también sus padres, la Virgen y San José.
Un puente medieval sobre el río Iregua es nuestro primer destino. Ver cómo corre el agua y con qué fuerza, nos ayuda a entrar en oración en un paraje singular. Paseamos a la vera del río. Hacemos silencio para hacer nuestro el fragor del río. Dejamos que todo nos acerque al Creador. Subimos hasta el puente, lo recorremos con calma y disfrutamos de las maravillas que nos rodean. Cruzamos hasta la otra orilla, damos la vuelta y nos sentamos en el puente a la sombra de un árbol. Llega el momento de dejar hablar al Resucitado. Leemos el evangelio del día (Jn. 21,1-14), Jesús se aparece a los apóstoles y les invita a echar las redes donde Él dice y cuando Él dice. La pesca es milagrosa, la comida está preparada y sólo falta reconocer que quien hace todo es su querido Maestro, Jesús, el Hijo del carpintero de Nazaret. Nos metemos en la escena, contemplamos el río, vamos hasta el lago del evangelio y nos unimos a los apóstoles que, al reconocer a Jesús resucitado, su vida da un vuelco desbordante. A la tercera va la vencida, es la tercera vez que se les aparece. Come con ellos, está con ellos, habla con ellos. Eso hacemos mientras el río corre bajo el puente y dos amigos reviven la escena aplicándola a sus vidas.
El tiempo pasa, estamos con una paz que nos llena el corazón y nos ayuda mucho a entender las palabras que hemos leído del Evangelio. Pero hay que seguir haciendo vida el Evangelio y tenemos que comer después de encontrarnos con Jesús. Volvemos al coche y subimos al pueblo cercano al puente, hasta lo más alto, hasta un mirador que da vista al valle desde lo alto de la montaña hasta que se abre al llegar la vega y los pueblos cercanos a su desembocadura en el Ebro. La vista es magnífica. ¡Cuántas veces he rezado contemplando este paisaje desde que tenía 15-16 años! ¡Cuántas misas he vivido en este pueblo tanto de acólito como siendo ya sacerdote! ¡Cuántas gracias doy a Dios por traerme de nuevo a este mirador donde se muestra la grandeza de la creación! Tras disfrutar de las montañas y el río que sigue resonando entre las peñas, llega la hora de comer. Buscamos un lugar tranquilo y compartimos la comida que cada uno ha llevado. Todo en común y Jesús en medio tras la bendición de los alimentos. Hablamos, disfrutamos, nos alimentamos y la alegría llena nuestros corazones. Seguimos teniendo de fondo lo rezado en torno al evangelio sabiendo que no hay nada mejor que vivir siempre a la luz de la Pascua, en unión con el Resucitado. ¡Siempre en Cristo! ¡Siempre felices! ¡Siempre con la mirada en el cielo!
Da pena marchar, pero nos queda camino por delante y lo mejor del día: ¡encontrarnos con el Resucitado cara a cara en la celebración de la eucaristía! Subimos río arriba hasta llegar a una ermita por la que hemos pasado muchas veces durante años y nunca habíamos entrado. Ha llegado el día. Nuestra Madre nos espera dentro, es su casa, a su lado derecho está San José. Todo nos ayuda a meternos de lleno en la grandeza de la eucaristía. En la homilía meditamos la primera lectura (Hch. 4,1-12): persecución y cárcel, presencia activa del Espíritu Santo y testimonio vivo de Jesús resucitado. Todo esto que viven los apóstoles nace de los encuentros previos que han tenido con el Resucitado. Lo han visto muerto y después vivo. ¡Eso no se lo puede negar nadie! Por eso no se callan, les da igual pasar por la cárcel, se llenan de Espíritu Santo y de sus bocas no salen más que palabras que llevan al encuentro transformante con Jesús. Ese mismo Jesús que se hace presente poco después cuando llega la consagración y entra en nuestro cuerpo en la comunión. El silencio posterior nos ayuda a unir las dos lecturas y a escuchar a Cristo en nuestro interior. Cada uno sabe bien lo que esta celebración supone en nuestras vidas. ¿Hay algo más grande que celebrar la santa misa en plena montaña, a los pies de la Virgen María y muy cerca de San José? ¡Nada! ¡La eucaristía vivida así y en lugares tan escogidos envuelve y renueva a todo aquel que se deja encontrar por el Resucitado!
La tarde avanza. Sobra tiempo antes de volver a casa y dentro del programa nos queda rezar el rosario. Lo hacemos en la explanada de la ermita. Así decidimos dar por terminada nuestra convivencia de Pascua en tono orante; presentando nuestras intenciones y dando gracias a Dios en los diversos misterios del rosario. Nuestra Madre nos alienta, nos sentimos escuchados y además tenemos a su Hijo dentro de nosotros. ¡Es todo sublime!: lo vivido, lo que vemos, lo que comentamos, lo que ponemos en oración, lo que nos rodea, lo que nos da vida y enciende el corazón, lo que nos ayuda a seguir dando pasos en nuestra vida de fe, cada uno desde su situación personal, lo que nos une a los apóstoles que se encuentran con el Señor resucitado y son capaces de dar la vida por Él… ¿Quién no daría la vida por Cristo si lo ha visto, ha escuchado su voz y ha comido con Él?
Todo esto y mucho más arde por dentro del corazón de dos amigos mientras pasean recorriendo la imponente roca sobre la que se asienta la ermita. Es como una isla custodiada y escondida entre montañas recortadas por el río. Todas ellas ayudan a elevar la mirada al cielo y contemplar más allá, ir hasta lo profundo de Dios, la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos y saber que ahí se asienta nuestra fe, sobre esta roca firme, como la que nos sirve de despedida de un día para no olvidar nunca: un puente, un mirador, una ermita y el rumor del río.