Un amigo de Dios infiltrado en las SS de Hitler
Es fascinante conocer la vida de Karl Gereon Goldmann y descubrir la mano de Dios en ella. Nacido en 1916, Karl era el tercero de los siete hijos de un matrimonio alemán devotamente católico, Karl y Margareth. Su padre era un veterinario rural que viajaba con la familia por las granjas de Fulda para atender el ganado de sus clientes. Margareth era una madre cariñosa que permitía a sus siete hijos traer todo tipo de animales a la casa y también toleraba de buen grado sus colecciones de piedras. Pero Margareth falleció muy pronto, cuando el hijo mayor tenía doce años y el bebé sólo un año, quedando papá Karl destrozado. Cuatro años más tarde, se casó con la hermana menor de Margareth, y pronto nacieron dos niños más, luego, dos niñas.
Rambunctious (travieso) es una buena palabra para describir al joven Karl. Siempre se metía en problemas; sin embargo, era un buen estudiante y, cuando sólo tenía ocho años, empezó a servir en la misa como monaguillo para una orden inglesa de monjas en su barrio, llegando a la iglesia antes de las cinco de la mañana. Cuando su madre murió, la querida hermana que formaba a los monaguillos, Sor Solana May, le prometió a Karl que ocuparía el lugar de su madre. Sus oraciones por él continuarían durante más de veinte años y serían cruciales para atraer la gracia de Dios.
Los padres franciscanos atendían la iglesia de las hermanas, por lo que el joven Karl empezó a pasar mucho tiempo con estos sacerdotes. Se burlaban dulcemente de él, diciéndole que, si se unía a su orden, tendría peras dulces para comer todos los días. Un día, los sacerdotes recibieron la visita de un franciscano que trabajaba en Japón. Predicó un sermón en la iglesia parroquial sobre las maravillas de Oriente y el pueblo japonés. Karl decidió al instante que se haría franciscano e iría a Japón, su decisión estaba tomada, así de simple. El niño se comprometió a rezar un Ave María cada noche pidiendo a Dios que le permitiera ser sacerdote franciscano y servir en Japón.
Mudanza a Colonia
Tras el segundo matrimonio del mayor de los Karl, la familia se trasladó a la gran ciudad, Colonia. Los chicos asistieron al colegio de los jesuitas y se unieron al Bund Neudeutschland, el grupo juvenil católico, que les encantaba. Su nueva escuela era completamente católica, destacando en lo académico y guiando a los chicos en una buena labor social católica en favor de los menos afortunados. Sin embargo, en el horizonte se vislumbraban oscuros nubarrones con el ascenso de Hitler y la filosofía nazi, tan opuesta a las profundas creencias cristianas de los chicos católicos.
No pasó mucho tiempo antes de que su amado colegio fuera cerrado y los obligaran a asistir a la escuela estatal presidida por un nazi comprometido. Aunque fueron detenidos varias veces y amenazados con la cárcel, eso no les impidió involucrarse en peleas callejeras con las juventudes nazis hasta el punto de resultar heridos. Tampoco dejaron de ir a misa y ayudar a los necesitados.
Finalizado el bachillerato Karl ingresó al noviciado franciscano de Gorheim-Sigmaringen; luego asistió al seminario de Fulda, donde terminó sus estudios de filosofía en 1939. Ahora era un joven de veintidós años, muy alto y con una sólida formación en filosofía y ciencias. Pero al día siguiente de su último examen final, le llegó una orden fatal: debía presentarse para incorporarse al ejército nazi.
La vida en el ejército y la terrible guerra
Fue el último día de agosto de 1939 cuando el joven Karl, junto con otros doscientos seminaristas, ingresó al cuartel del ejército nazi en Fulda; también había miles de otros jóvenes reclutas alemanes. Ni que decir tiene que los seminaristas eran mal vistos por los oficiales y no oficiales responsables de su formación. Eran considerados casi como traidores a la patria, criaturas inferiores a los machotes nazis. Los deberes más odiosos recaían sobre ellos, y durante las primeras siete semanas de su formación se les asignaban tareas arbitrarias los domingos para alejarlos de la misa y los sacramentos.
Los seminaristas y en particular Karl con su férreo carácter, eran un problema para los oficiales. Por ello el comandante del campo decidió deshacerse de ellos, retirarlos del ejército regular y transferirlos a las Waffen SS. Fue una noticia sorprendente, ya que las SS eran un grupo de élite aparte de la Wehrmacht. Hitler consideraba a las SS (Schutzstaffel o "Escuadrón de Protección") como el brazo armado del Partido Nazi durante la guerra; una vez ganada la guerra planeaba convertirlas en la fuerza policial de élite del Partido. Las SS estaban dirigidas por Heinrich Himmler y funcionaban con independencia del ejército regular. Los seminaristas fueron elegidos porque eran inteligentes, bien educados, con buena condición física y considerados alemanes genéticamente aptos. Nadie estaba más sorprendido que ellos. Los deberes eran mucho más fáciles, ya que estaban entrenados como oficiales de radio y tenían los domingos libres. ¡Increíble! Los seminaristas aprovecharon al máximo su nuevo estatus para continuar con su vida de oración, sus estudios y su asistencia a los soldados alemanes que seguían siendo cristianos.
Aunque el propio Himmler aseguró a Karl en una reunión personal que los seminaristas eran libres de practicar su religión, también advirtió que estar en las SS les haría cambiar de opinión sobre el servicio a la Iglesia y a Dios. Karl respondió: "Ya veremos quién cambia a quién". Sabía que estaba pisando un terreno peligroso, pero quería dejar clara su postura y la de sus compañeros de seminario. Su lealtad era primero a Dios y a su Iglesia. Cuando llegó la noticia de que la política oficial de los nazis era destruir tanto el comunismo como la Iglesia en Alemania, supieron que sus días fáciles estaban contados.
Acercándose a la guerra
Al adentrarse las fuerzas de Hitler en Francia, el joven Karl se hizo aún más valioso para los alemanes porque sabía francés. Su trabajo era requisar gasolina y otros suministros a los aldeanos franceses. Pero siempre tomaba un mínimo, para no levantar sospechas en sus superiores e indicaba a los aldeanos que enterraran la gasolina y ocultaran las provisiones. Averiguaba cuándo se planeaban ataques a las iglesias y avisaba a los sacerdotes para que se escondieran, pusieran a salvo el Santísimo Sacramento como también el vino y el pan necesarios para el altar.
Pensando en tener mayores posibilidades de ayudar a las víctimas del régimen nazi, Karl se apuntó para recibir formación como oficial. Nada más finalizar el proceso junto a otros seminaristas se les informó que al jurar debían firmar un documento de renuncia a la Iglesia y la Orden Franciscana.
Karl protestó, reclamando a Himmler lo sucedido. Como consecuencia fue expulsado de las SS y enviado de nuevo al ejército regular.
Acusado y liberado
Lo enviaron entonces a los Países Bajos y luego se dirigió al este, hacia Rusia. Durante la marcha a través de Polonia se dio cuenta del terrible trato que los nazis infligían a los judíos, polacos, rusos y sacerdotes. Su miseria no tenía límites. Era evidente que los nazis los consideraban infrahumanos. Afirma en su libro: "Atravesamos Rusia, pasando por interminables columnas de prisioneros hundidos en la más absoluta miseria". El avance hacia Rusia fue detenido por la más formidable de las armas rusas, el invierno ruso. La moral del ejército alemán estaba en su punto más bajo. Karl contrajo disentería y fue enviado a casa para recuperarse.
Sin embargo, cuando regresó a su unidad como suboficial, un amigo le advirtió que "algo se estaba gestando" contra él. Había sido vigilado desde sus días como soldado de las SS, con informadores que tomaban copiosas notas contra él por sus actividades antinazis. Al final se le acusó de veintiocho puntos de deslealtad contra Alemania y se fijó un juicio. El juez dejó claro que su pena sería la muerte y le permitió una visita a su casa para ver a su familia. Cuando regresó, se emitió el veredicto: "¡Goldmann, eres libre!". No podía creer lo que oía. Los oficiales alemanes del tribunal eran antinazis y estaban decididos a que un seminarista, enfermero y operador de radio inocente no fuera sacrificado por la filosofía nazi. Su oficial al mando estaba tan encantado con el veredicto que le permitió un permiso de cinco meses para continuar sus estudios sacerdotales.
Reaparición de la hermana Solana May
Antes de ser enviado de nuevo al Frente Oriental tras finalizar sus estudios, Karl visitó a su familia en Fulda. Se detuvo a rezar en la pequeña capilla donde había servido de monaguillo tantos años atrás. Cuando se arrodilló a rezar ante el altar, la monjita que le había servido de madre adoptiva tiempo atrás le vio. La hermana Solana May se acercó rápidamente a él y le interrogó sobre su vida de oración, preguntándole si estaba preparado para ser ordenado sacerdote al año siguiente. "Imposible", dijo Karl, porque no había terminado aún sus estudios de teología. Ella le dijo que el día de la muerte de su madre, había comenzado a ofrecer todas sus oraciones y sacrificios para su ordenación en un máximo de veinte años; además, había reclutado a todas sus doscientas ochenta hermanas para que hicieran lo mismo. Estaba más que segura de que la ordenación se llevaría a cabo al año siguiente. Ningún argumento de él la haría cambiar de opinión, ni la guerra, ni las reglas de la Iglesia, ni nada de lo que él dijera. Ella estaba segura. Le dijo que no iría a Rusia, sino a Roma para ver al Papa, pero que antes se detendría a rezar en Lourdes, en Francia. ¡Parecía una locura, un imposible!
Para sorpresa de Karl, poco después lo trasladaron a otra unidad que sería enviada al sur de Francia, a una ciudad llamada Pau, ¡justo al lado de Lourdes! Así que fue a Lourdes y rezó por su fidelidad a la Iglesia.
En Italia ministro de la comunión
Y un nuevo signo llegó. Trasladaron su unidad a Sicilia y debían pasar por Roma, pero no se detuvieron y pensó que quizá debía estar mejor preparado para un potencial encuentro con el Papa.
La unidad de Karl tuvo muchas experiencias en Sicilia, la mayoría de ellas tristes y trágicas. Una anécdota edificante ocurrió cuando su unidad estaba siendo golpeada, sus hombres morían y un joven soldado le recordó que algunos de esos hombres eran católicos y necesitaban ayuda espiritual. Corrió a la iglesia más cercana donde pidió al párroco que atendiera a sus hombres moribundos. Cuando el sacerdote se negó, pidió hostias consagradas para poder administrarlas él mismo a los moribundos. La respuesta fue: "Necesito el permiso del obispo para ello". Karl subió corriendo la colina hasta lo que quedaba de la catedral y obtuvo el permiso del obispo de Patti para que "el clérigo católico de la 29ª División Panzer llevara con la debida reverencia la Sagrada Comunión a sus camaradas, especialmente a los heridos". Ese certificado le sirvió a él y a sus hombres moribundos en las semanas siguientes.
Escapar de Sicilia resultó ser largo, arduo y brutal. Lo que quedaba del ejército alemán eran en su mayoría jóvenes de dieciséis y diecisiete años mal entrenados y hombres mayores cansados. Ninguno de los dos grupos era eficaz. Karl tuvo amplia oportunidad de atender a los heridos y moribundos curando sus heridas y dándoles el Santo Viático. Fueron más los muertos y moribundos en Sicilia que los que escaparon a la Italia continental. Los alemanes restantes, incluyendo a Karl, continuaron su camino hacia el norte de Italia. A Karl le resultaba sorprendente que los sacerdotes italianos de sus pequeñas ciudades fueran generosos a la hora de suministrarle hostias consagradas para que las distribuyera entre los soldados alemanes católicos, aunque varias veces tuvo que renovar su suministro de hostias sagradas a punta de pistola. Resulta irónico que la única vez que sacó su arma en esta guerra fue contra sacerdotes y obispos de la Iglesia.
Encuentro con el Santo Padre
En un momento dado, en el sur de Italia, Karl recibió la noticia de que su casa de Fulda había sido bombardeada. Se le concedió un breve permiso, comprobó que los daños eran leves y que su familia estaba bien.
De regreso al frente, Karl se encontró en Roma, ¡tan cerca del Santo Padre! Se entrevistó con el General de la Orden Franciscana y le pidió con valentía que organizara un encuentro con el Papa, Pío XII, para poder solicitar la ordenación. El General se horrorizó. "¡Ni hablar hasta que no hayas terminado tus estudios!". Sin embargo, Karl no se dio por vencido. Conocía a un caballero alemán, Herr von Kessel, que vivía en Roma y que "tenía contactos". Le pidió que le hiciera entrar en el Vaticano y, si era posible, que organizara una reunión con el Papa. Con una llamada telefónica, el hecho estaba organizado. El prelado que le recibió de camino a la audiencia le preguntó por sus asuntos con el Santo Padre, aparentemente una cuestión de rutina. Le expuso dos asuntos oficiales y uno personal. Los asuntos oficiales fueron aprobados, pero el sacerdote palideció ante la petición personal de ordenación. "El Santo Padre no tiene tiempo para escuchar peticiones tan absurdas". Se le prohibió plantear el asunto.
Karl pensó en Santa Teresa y en su audaz petición en una audiencia con el Papa León XIII, en la que le pidió permiso para entrar en el Carmelo a los quince años, después de que su familia y los funcionarios papales se lo hubieran prohibido. ¡Si pudiera reunir el valor de esa jovencita! Finalmente, cuando llegó su turno en la audiencia, habló de los asuntos oficiales. El Papa pareció intuir que quería decir algo más. Sin echar una mirada al sacerdote que le acompañaba, soltó su historia desde que Sor Solana May empezó a rezar por él hasta sus recientes experiencias en Sicilia, donde los soldados católicos alemanes morían sin confesarse. Había empezado en italiano y terminado en alemán. Le contó al Papa su nota del obispo de Patti y cómo había estado dando a los soldados hostias consagradas de monasterios e iglesias de Sicilia y del continente. El Santo Padre quedó asombrado e impresionado. Karl salió de la audiencia con una nota oficial de Pío XII que permitía su ordenación a pesar de no haber terminado los estudios de teología. El general de los franciscanos se alegró mucho y le apodó Tedesco (Alemán) valeroso. Volvió al frente con el preciado papel en su bolsillo.
La ordenación en África
Huyendo arribaron al Monasterio de Monte Cassino, poco después miles de toneladas de bombas aliadas destruyeron el lugar. Los soldados alemanes eran ampliamente superados en número y pasaron días huyendo de los aliados. Finalmente tuvo que rendirse. Agitó su bandera de la Cruz Roja, que llevaba en la bota porque era enfermero, y, en grupo, fueron detenidos por las tropas británicas, que les dieron té caliente y chocolates. Así comenzó su marcha hacia el cautiverio como prisioneros de guerra. Era enero de 1944, cuando el resultado de la guerra ya no era dudoso.
Después de un terrible vuelo de seis horas a Argelia, en el norte de África, y de algunas semanas de investigación sobre su situación -después de todo, un franciscano en espera de ser ordenado sacerdote que había sido miembro de las SS alemanas era algo muy inusual-, a Karl se le dio la posibilidad de elegir los lugares donde estaría detenido: Canadá, Australia o aquí, en el norte de África. Al enterarse de que había una especie de monasterio cercano dirigido por un abad alemán y habitado por seminaristas alemanes en cautiverio, eligió quedarse en África. Aquí pensó que sus posibilidades de ordenación eran mayores. No sabía que la mera supervivencia se convertiría en su mayor preocupación en un futuro no muy lejano.
Aprendiendo y practicando la liturgia de la misa con el abad, Karl vio finalmente su ordenación en el horizonte. Tras varias semanas de estudio, él -un antiguo soldado alemán de las SS- fue ordenado por un arzobispo francés (de Argel) en un monasterio del norte de África donde el abad y todos los seminaristas eran prisioneros de guerra, probablemente la ordenación más inusual de la historia moderna. A su primera misa asistió un general francés, que besó sus manos recién ungidas: enemigos en la batalla, pero compañeros católicos en la creencia.
Luego lo trasladaron a un campo de prisioneros en Marruecos por haber sido un soldado alemán. Al nuevo sacerdote le esperaba otro tiempo de prueba, pero, fiel a su vocación y a su dureza innata, supo sacar lo mejor de las horribles situaciones que le esperaban.
En un momento dado, el padre Gereon enfermó mortalmente de pleuresía debido a la exposición a los elementos y a la práctica ausencia de alimentos. En dos ocasiones, un querido sacerdote franciscano francés, el padre Hermentier, lo rescató de la muerte, lo mantuvo en su propia casa y en su cama y lo cuidó hasta que se recuperó. El padre Gereon se refiere a este querido sacerdote como "el franciscano más maleducado de todos los tiempos" por su colorido lenguaje adquirido al pasar tantos años en compañía de rudos soldados.
En otra ocasión, nuestro sacerdote franciscano alemán pudo salvarse de la ejecución gracias a la carta del Santo Padre.
En todos los campos de prisioneros del norte de África, aunque la situación parecía desesperada con tantos hombres hambrientos y perdidos, el Padre se las arregló para conseguir un pequeño altar, pan y vino, algún tipo de utensilios para la misa y recibir permiso para decirla. Al principio acudieron pocos hombres. Cuando empezó a predicar, los hombres le escucharon. Formó coros, grupos musicales, dio clases de Escritura, filosofía, teología e historia de la Iglesia. Hizo que muchos católicos volvieran a la Iglesia y consiguió muchos conversos, incluso entre sus captores franceses. También enfureció a los nazis más duros. Como resultado, hubo varios atentados contra su vida. Sus amigos más cercanos se convirtieron en sus "guardaespaldas". Pronto más de un centenar se apiñaron en su pequeña capilla.
Hay que mencionar algo casi milagroso. Se trata de la red de oración que creció en todas las comunidades franciscanas de Europa y del norte de África. Estas monjas de muchos conventos y ermitas de toda la zona del desierto habían estado rezando por él, algunas desde hacía hasta veinte años. Los misioneros franciscanos ya estaban en el norte de África en 1219, y en el siglo XX había allí cientos de misioneros, algunos activos, otros enclaustrados y dedicados a la oración continua. Cada vez que el padre Gereon era trasladado a otra prisión, se corría la voz entre las monjas y varias aparecían en las estaciones de tren con cestas de comida y mantas calientes para las frías noches del desierto. Él no las conocía, pero ellas seguramente sabían de él. No dejaba de asombrarse de este hecho. Sin duda, nunca pudo dudar de la eficacia de esa oración que asalta el Cielo.
Liberación y regreso
Por fin fue liberado por los franceses y cuando regresó a Alemania, el padre terminó sus estudios de teología, que ni siquiera había empezado antes de la ordenación. El curso de tres años que sus superiores le habían preparado lo terminó en nueve meses: estaba así de ansioso por comenzar sus tareas sacerdotales. Había solicitado un visado para entrar y trabajar en Japón, su sueño de la infancia. Ocho años después de su regreso y de la solicitud del visado, éste le fue concedido finalmente en 1954. El intrépido franciscano, que ya había vivido toda una vida de aventuras, pruebas y sufrimientos, sólo tenía treinta y ocho años.
Durante los siguientes veintidós años, salvo algunas excursiones para ayudar a la Iglesia en la India, el padre Gereon trabajó en Japón, construyendo capillas, iglesias, escuelas, hospitales, un centro de verano para los pobres, haciendo conversos, ayudando a los indigentes (que eran muchos), e incluso enviando a jóvenes japoneses conversos al seminario. Le horrorizaba el paganismo y la falta de moral de las clases bajas y el abandono de éstas por parte de los ricos y el gobierno. Hizo tanto por los pobres japoneses que se le concedió la más alta distinción que otorga el gobierno japonés por su labor social, la "Orden de las Buenas Acciones".
La salud del padre Goldman no era robusta (aunque ciertamente vivió la vida de un hombre robusto). Achacó su declive al duro trato recibido en los campos de prisioneros del norte de África. En sus últimos años en Japón, sufrió tres infartos y fue enviado a Alemania para recibir tratamiento médico. Regresó a Fulda (Alemania) de forma permanente en 1994, donde llevó una vida de oración y estudio, recibiendo muchas visitas de todo el mundo. Allí residió hasta su muerte, el 26 de julio de 2003, a los ochenta y siete años.
El padre Gereon nunca perdió la fe; nunca perdió la esperanza; su caridad con todos, incluso con sus enemigos nazis, era ilimitada. Su gran arma era la oración. Seguro que ahora está en su verdadero hogar; que descanse en paz.
Para conocer la historia completa de las experiencias de prisión del padre Gereon en el norte de África, lea su libro, The Shadow of his wings.
La Comunidad del Hogar de la Madre acaba de producir un video que recrea el capítulo en Italia de la vida de padre Karl. Puedes verlo aquí: