Dos hombres y una mujer unidos en el amor de Jesucristo
En Santa Eufemia, un municipio español de la provincia de Córdoba, Andalucía, los niños vuelan al monte al salir de la escuela, en invierno para ver la crecida de los arroyos, en primavera para saludar mariposas. Situado en la comarca de Los Pedroches, tiene 822 habitantes y una historia de fe que le hace sonreír a Dios de una manera especial.
El verano podía ser infinito para la inventiva, las travesuras; la consecuencia de una infancia auténtica. El regreso a casa no siempre era apacible, pero la decisión de explorar y comprender toda la vida de un grupo de amigos, desafía cualquier reprimenda. Crecen juntas tres personas y en la algarabía de la juventud, el Señor sale a su encuentro. Tres vocaciones nacen de un mismo entorno, el territorio de una amistad que quedó bendecida para siempre. El sacerdocio y la vida consagrada los llaman. Es la historia de una amistad sin límites, de dos sacerdotes diocesanos y una Hermana de la Cruz. Una amistad que Dios ha hecho crecer más allá de lo humano, y hoy se ha convertido en servicio, oración y amor a la Iglesia
Jesús Linares y Patricio Ruíz no recuerdan cuando comenzó su amistad. No se encuentra aquel principio cuando la naturalidad y el paisaje de Santa Eufemia se confunden en la memoria de ambos. Jesús es consciente de la decisiva compañía de Patricio como guía en los juegos y promotor de reuniones. “Estábamos siempre los dos juntos”, recuerda, “siempre rodando, o haciendo cabañas, jugando a canicas o a cromos, a fútbol en las escuelas”. Residían en la calle Muralla desde niños, el lugar inexpugnable que escalaban a diario, mientras frecuentaban los lugares más “peligrosos para los ojos de los padres, no era difícil escuchar a nuestras madres gritándonos que donde estábamos y que volviéramos a casa para hacer los deberes”, recuerda Patricio, que valora la capacidad torácica de padres y abuelos para encontrarlos en un pueblo sin teléfonos móviles, donde a cada paso un vecino podía dar cuenta del paradero de los chiquillos.
Eran tiempos de casas encaladas, de familias extensas en la misma vivienda. La abuela Genara tuvo mucho que ver en el despertar a la fe de Patricio. Cada día tomaba sus manos y las conducía por su rostro y pecho mientras recitaba la fórmula de la persignación. Un día de Corpus Cristhi, “mis ojos se clavaron en aquella figura anciana, esquelética y enferma que de rodillas en el suelo de su puerta para adorar al Santísimo”, una imagen que aún perdura en él como signo de una infancia que se iba alejando atravesada por una fe sencilla, también conducida por su tía monja. Sor Lourdes, que siempre vio en él su gusto “por las cosas de Dios”. En la clausura cirtesciense, rezaba por su sobrino de Santa Eufemia “para que el Señor me llamara y yo lo supiera escuchar”.
Tras aquellos primeros años de la niñez, en los que Jesús ejerció de monaguillo, con la mediación de su amigo, que ya lo era, y la condescendencia del párroco en aquel momento, don Juan Bejarano, “cada día, iban juntos a misa, tocábamos las campanas, ayudábamos en misa, regábamos el jardín de la parroquia y rezábamos el Rosario con las señoras”, recuerda Jesús. Crecían juntos en el trato con Dios.
En aquellos años llegó al pueblo, destinado como párroco, don Andrés Calderón, “que atisbó algo en los dos y nos llevó a Villanueva del Duque a unas experiencias vocacionales”. Más tarde, don Antonio Mora tiene en Santa Eufemia su primer destino pastoral, “este sacerdote atrajo a muchas personas que estaban alejadas: la parroquia recobró vida”. Este fue el sacerdote que los conduciría al Seminario, mientras el grupo juvenil de la parroquia seguía creciendo. Con la incorporación de las chicas apareció “una hermana que no ha nacido de mis padres, pero sí del corazón que toca en lo más profundo”, dice Patricio. El Señor los había reunido en un punto del mapa a los tres mientras hacía crecer su fe “con la naturalidad de un pez en el líquido que lo envuelve”. Entonces, aunque no se concretaba en diálogos de fe aquella experiencia, “hablábamos de toda nuestra vida en la que Dios ya era una parte fundamental”, afirma Patricio. Podían desconocerlo todo, pero habían aprendido a rezar, reír y llorar juntos.
Todos quedaban para ir a misa o al sagrario, una vocación creciente que ya no se derramaba en dos, sino en tres personas. Mirando al cielo estrellado de Santa Eufemia los tres se preguntaban “¿qué será de nosotros?”. Hoy lo pueden responder: dos sacerdotes diocesanos y una Hermana de la Cruz. Ella es para Jesús Linares una “amiga imprescindible con la que tuve la suerte de compartir mucho”. Este camino ya había quedado unido en muchas vivencias anteriores, como aquel día en que el frío no les impidió seguir rezando. Cogieron las mantas dedicadas a otro fin para seguir en presencia del Santísimo en la Parroquia. Hablaban de Dios como de un Amigo que “sin verlo, nos tocaba, nos llenaba la jovencísima vida, nos enamoraba y nos unía cada vez más entre nosotros”, dice Patricio.
Santa Eufemia es un pueblo prolijo en vocaciones y en estos tres amigos han dejado huella sus párrocos, que dejaron abierta de par en par la puerta de la Iglesia para ellos y “los crio en la fe”, como don Ignacio Sierra, que con 25 años los tuvo como feligreses jóvenes y decididos. Patricio repasa como en su primera juventud no descartaba el sacerdocio, como también contemplaba otras opciones propias de un joven de su edad. Para él, expresar esa vocación sacerdotal era natural, ya que con cinco años había informado a su madre de sus intenciones, entre las risas de las vecinas por la espontaneidad del niño.
Catorce y doce años tenían Patricio y Jesús cuando entraron al Seminario San Pelagio de Córdoba. Patricio, mantiene muy viva la certeza de su llamada, “un día rezando en la parroquia, delante del Santísimo expuesto, tuve un sentimiento enorme que no puedo describir. Era como que me decía: te quiero solo para mí”. Don Antonio Mora lo escuchó y acabó por conducirlo al seminario. Allí llegó en septiembre junto a Jesús en una despedida llena de lágrimas por parte de sus padres que “lloraban como niños dejándonos tan chicos fuera de casa“.
Patricio continuó hasta su ordenación en el seminario, mientras Jesús detuvo su formación para cursar Magisterio y dar clases en un colegio hasta que “descubrí en lo más profundo de mi corazón que Jesucristo estaba llamándome a dejarlo todo”. En este tiempo “Dios no me ha soltado nunca de su mano, su providencia siempre me ha conducido”. En el regreso al Seminario, está la foto fija de su memoria que recrea una y otra vez el apoyo de sus padres.
Patricio, entre tanto venía ejerciendo de hermano mayor de ambos, ni la hermana de la Cruz se había consagrado ni Jesús había vuelto al seminario. Sería el padrino de confirmación de los dos mientras ambos continuaban estudios de Magisterio y Enfermería. Era un tiempo de unión permanente ya en la capital, cuando empezaron a frecuentar la parroquia de Jesús Divino Obrero, allí recibían formación y acudían a la adoración nocturna, “Digamos que Dios nos fue protegiendo siempre y llevando por caminos buenos que supimos acoger”. Pasado el tiempo, Jesús sigue celebrando esta amistad entre los tres “doy gracias a Dios por haber puesto a estos dos a mi lado, porque soy el más pequeño de los tres y el que he necesitado más empujones”.
Los dos reconocen que no fue fácil desprenderse de ella, “la niña”, cuando decidió ingresar en el Convento de las Hermanas de la Cruz de Sevilla, “derramamos muchas lágrimas, pero nos consolaba mucho aquello que dice san Pablo: ¿quién nos podrá separa del amor de Dios?”. De aquella separación perviven recuerdos imborrables. Los tres rezaron en las Hermanas de la Cruz de Córdoba antes de la partida a Sevilla y la despedida tuvo como colofón la procesión por la tarde de la Virgen de la Salud donde pudieron verla por primera vez con el hábito de religiosa, “volvíamos destrozados, como si una parte de nosotros se hubiese quedado por el camino, volvíamos llenos de paz y con la sensación de haber hecho las cosas bien”. En aquel momento Jesús decide volver al Seminario. “El día de mi primera misa en mi parroquia, en el momento de la acción de gracias, dije: “¡Qué tres amigos: dos curas y una monja! ¿por qué el Señor se fijó en nosotros? Sólo Él lo sabe. Yo doy gracias por los tres”. Es el resumen y culmen de tres vidas arraigadas en Dios.
En el centro de esta amistad ha estado siempre Jesucristo, subrayan juntos al paso del tiempo, cuando proclaman que “el tridente J-E-P” engloba el valor absoluto de la amistad, el tesoro que dice la Escritura, con mayúsculas. El Señor los puso juntos en el camino y “Él sigue estando en medio de los tres”, proclaman ahora que han pasado los años y su amistad, lejos de menguar ha crecido, y “está más fuerte y arraigada que nunca, más incluso que en aquellos años en que estábamos siempre juntos”. Nada podrá separarlos del amor de Dios.
Fuente: Diócesis de Córdova