Los laicos y el sacramento de la Penitencia
El Concilio de Trento declaró bajo anatema que no todos los fieles, sino sólo los obispos y sacerdotes tienen la potestad de atar y desatar (DS 1710; D 920). Por tanto, y dado que parece claro que se trata de una cuestión doctrinal y no disciplinar, es dogma de fe que los laicos no pueden absolver.
La confesión ante un laico no es mala y puede ser conveniente, como nos dice la Carta de Santiago: "Confesaos, pues, mutuamente vuestras faltas y orad unos por otros para que seáis curados. Mucho puede la oración fervorosa del justo" (5,16). Lo que es indudable, es que la confesión ante el sacerdote sólo nos es necesaria en caso de pecado grave. En otros casos no es necesaria, si bien puede sernos muy útil, como nos dice la Iglesia al recomendar encarecidamente la confesión de devoción, pues nadie más que él puede ser el ministro del sacramento y en consecuencia dar a nuestros actos penitenciales una dimensión sobrenatural y eclesial, sin olvidar que al sacerdote hemos de suponerle por su preparación específica, mientras no se demuestre lo contrario, una competencia en el terreno de lo religioso.
Pero a pesar de esto, muchos laicos están realizando, especialmente en hospitales y centros psiquiátricos, una tarea de acompañamiento espiritual de los enfermos y sus familiares, interpelados por las cuestiones sobre la vida o la muerte, y por el pasado de cada uno. El propio San Ignacio de Loyola, poco antes de la batalla en que fue herido, confesó, al no haber sacerdote, sus pecados a otro laico, como gesto de arrepentimiento. No recibió el sacramento, pero fue un gesto indudablemente religioso, que Dios sabe valorar.
Con frecuencia estos laicos reciben confidencias que, aun sin llegar a un ministerio sacramental, son un primer paso hacia el perdón de Dios, aunque puede suceder que no haya ya tiempo o posibilidad de llamar a un sacerdote o que quienes se abren a ellos no acaben de entender la necesidad de la absolución sacramental. Por ello estos laicos han de intentar que su relación interpersonal, que ciertamente valoriza la dimensión fraterna y comunitaria, llegue a su plenitud eclesial y sacramental por su estrecha colaboración con los sacerdotes, pues ha sido su tarea la que ha iniciado el acercamiento a la Iglesia y la que puede hacer que la absolución sacramental pueda ser recibida.
En un mundo donde la precipitación, la falta de tiempo, la impaciencia hace que muchas personas tengan serios problemas de incomunicación, es necesario que la Iglesia ofrezca lugares, tiempos y personas, sacerdotes o laicos, que realicen tareas de acogida y diálogo, al servicio de la caridad y de la ayuda a los demás, donde pueda acudir quien lo desee, bien sea para desahogarse y encontrar un interlocutor, o para reflexionar sobre el sentido de la vida, que le ayude a vivir en paz consigo mismo y a hacer la paz con los demás, aunque no suponga necesariamente ni confesarse ni recibir la absolución.
A quienes así actúan, el final de la Carta de Santiago les dice, en uno de los textos de la Escritura que más nos llenan de esperanza: “Hermanos míos, si alguno de vosotros se extravía de la verdad y otro logra reducirle, sepa que quien convierte a un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados” (5,19-20).