Opinión

Cocaína

Imagen gentileza de Pexels - Pixabay

«Cuando la conocí tenía 16 años. Fuimos presentados en una fiesta, por uno que decía ser mi amigo. Fue amor a primera vista. Ella me enloquecía.

Nuestro amor llegó a un punto en que ya no conseguía vivir sin ella. Pero era un amor prohibido. Mis padres no la aceptaron. Fui expulsado del colegio y empezamos a encontrarnos a escondidas. Pero ahí no aguanté más, me volví loco. Yo la quería, pero no la tenía. Yo no podía permitir que me apartaran de ella. Yo la amaba: destrocé el coche, rompí todo dentro de casa y casi maté a mi hermana. Estaba loco, la necesitaba.

Hoy tengo 39 años; estoy internado en un hospital, soy inútil y voy a morir abandonado por mis padres, por mis amigos y por ella.

¿Su nombre? Cocaína. A ella le debo mi amor, mi vida, mi destrucción y mi muerte.»

Esta narración, atribuida a Freddie Mercury poco antes de morir de SIDA, habla con viveza sobre los riesgos de la adicción a las drogas. Y las adicciones nos remiten a la pérdida de libertad interior, uno de los grandes temas de nuestro tiempo, que encierra innumerables paradojas.

El deseo de libertad que hay en el corazón del hombre le impulsa a traspasar los límites dentro de los cuales se siente como encerrado. Queremos aumentar nuestro poder de transformar la realidad. Pero esa ansia de libertad no siempre encuentra el modo de realizarse. Hay ocasiones en que se presentan circunstancias externas objetivas que nos oprimen, y que queremos y debemos procurar cambiar, pero hay otras ocasiones en que nos engañamos y echamos la culpa a lo que nos rodea cuando el problema (y la solución) están dentro de nosotros. Es nuestro corazón quien está prisionero de sus egoísmos y sus miedos, el que debe cambiar, el que debe afrontar la dureza de la vida, el que debe conquistar su libertad interior y no consentirse huir de la realidad para refugiarse en la fantasía o en el victimismo.

Una de las paradojas de la libertad interior es -en expresión de Jacques Philippe- que ser libre es también aceptar lo que no se ha elegido. El hombre manifiesta la grandeza de su libertad cuando transforma la realidad, pero también cuando sabe aceptar la realidad que día tras día le viene dada. Aceptar las limitaciones personales, la propia fragilidad, las situaciones y frustraciones que la vida nos impone, son modos de hacer crecer nuestra propia libertad interior, pues en ese ámbito personal podemos llegar a ser mucho más dueños de nuestras reacciones, y por tanto más libres.

Cuanto más dependamos de sentirnos listos o poderosos o atractivos, como ese gran genio de la televisión, o como ese multimillonario de moda, o como la última top-model del momento, más difícil nos resultará esa necesaria aceptación distendida de nuestra realidad, que ha de ir unida a una firme determinación de mejorarla. La verdadera libertad interior tiene mucho que ver con superar las numerosas "creencias limitadoras" que puedan haberse instalado en nuestra mente (jamás saldré de esto, no valgo para aquello, siempre seré así, soy incapaz de hacer tal cosa...), que no son aceptación de nuestra limitación sino más bien fruto de nuestras heridas, de nuestros temores y de nuestra falta de confianza en nosotros mismos.

Las drogas son un problema, pero son antes y sobre todo una mala solución a un problema previo. Y algo parecido sucede con otras formas más leves de escapismo. Cuando nos escondemos en refugios virtuales para eludir la realidad que nos cuesta afrontar, nos estamos engañando. La libertad está indefectiblemente ligada a la verdad. Por eso hay que perder el miedo a ponerse cara a cara frente a la verdad y aceptar sus mensajes y sus envites, siempre perceptibles en el corazón del hombre que la desea y la busca.

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