Rafael es básicamente racionalista. Creyente, practicante, comprometido, pero de cabeza cuadrada. Confía en Dios, no duda de la Divina Providencia, pero reconoce que en ocasiones le gana quizás su excesiva prudencia. Por eso, cuando comenzamos la adoración eucarística perpetua se atrevió a colaborar en lo que puede, hasta coordina los horarios. Eso sí, mientras consigue que cuadren los turnos, no deja de manifestar sus temores: “Hemos conseguido iniciar, pero veamos si la gente no se cansa…Ya veremos lo que pasa en semana santa”.
Vencido el inicio y superada la semana santa, a Rafael le aterra pensar qué pasará en junio: “No sé… cuando acaben las clases en los colegios comenzaremos con problemas”, dice. Pues nada, digo, la capilla sigue. Pero ¡ay amigo!, me vuelve a insistir, vienen las vacaciones de verano. A ver qué hacemos… nos quedamos solos, será imposible.
Ayer llamé por teléfono a Rafael a eso de las nueve de la noche y le dije: “Rafa, al final acabarás siendo un hombre de fe”.
Él me dice “¿Qué pasa ahora?”. Yo le contesto “pues mira, esta semana se han cubierto los horarios sin demasiados problemas y ya he colocado la planificación de la próxima, por cierto con bastantes huecos libres”.
Cuando le digo esto, me responde “ese es mi miedo, y ya veremos en agosto”.
Le insisto “que de los turnos libres para la semana próxima están cubiertos ya casi la mitad”. Solo escucho decir “esto es un milagro… no hay quién lo entienda, esto asusta…”
Sí. Estamos asustados, como Moisés ante la presencia de Dios. Esto no se entiende. Porque somos una parroquia situada casi en el campo. Ahora mismo vengo de la capilla. Cuatro personas rezando. Lo curioso es que no se ven ni coches estacionados. El viernes me hice cargo de la vela entre las dos y las cuatro de la tarde. A las dos estábamos cinco personas, hasta el punto que una de ellas me dijo “váyase a comer y viene a las tres”. Pues volví a las tres y lo que parecía un turno libre se convirtió en otras cuatro personas rezando. Ayer, a las nueve de la noche, diez. Esta mañana, a las ocho, tres; entre ellas, un niño de ocho o diez años al que he visto de rodillas junto a su padre.
No hay mente humana que entienda esto. Porque en la capilla no se hace nada, ni se reparten dulces, entradas para el cine o bebidas gratis. No existe música ambiental, ni varitas con incienso. Tampoco se dan calcomanías para los niños o estampas para los mayores. Nada de nada. Humanamente, el más puro vacío: El Señor en la custodia y gente que en silencio reza, lee, medita. Y la capilla llena. Las cosas de Dios.
Está terminando el mes de julio. Rara es la semana en que dos o tres personas no me preguntan por la capilla. Veo gente nueva en la adoración y en las misas. Varios se han puesto en contacto conmigo para ofrecerse si la parroquia necesita algo, por ejemplo catequistas o voluntarios de Cáritas.
Definitivamente creo que Rafael acabará siendo un hombre de fe (que ya lo es). Lo ha confirmado la evidencia.