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En nuestro país, en junio próximo, habrá elecciones para gobernadores en varios estados, así como para elegir o reelegir a 500 diputados federales y para muchos otros cargos según los diferentes lugares. Al interior de los partidos políticos, se advierte una aguerrida lucha para la designación de candidatos, y se pelea no sólo en forma verbal y con todo tipo de presiones e influencias, sino también con acciones violentas por parte de quienes pudieran quedar excluidos. La mayoría de los diputados federales anhelan ser postulados para una reelección inmediata, y para ello echan mano de todos los medios posibles. No quieren dejar el poder.
Asistimos, pasmados, al asalto del Capitolio en los Estados Unidos, sede del Congreso, a la hora en que se declararía a Joe Biden como nuevo presidente de ese país. Es increíble que ese movimiento opositor fuera alentado por el entonces presidente Donald Trump, quien se resistía a dejar el poder. Con su clásica prepotencia y arrogancia, no aceptaba haber sido rechazado por la mayoría de sus paisanos, pues eso es una humillación para su orgullo.
Dentro de nuestra institución eclesial, a nivel jerárquico, no he conocido casos de obispos que se aferren a no dejar su servicio al frente de una diócesis, cuando se cumplen 75 años de edad y hemos de presentar nuestra renuncia. Tampoco conozco sacerdotes que muevan todos los recursos posibles para ser elegidos obispos.
Quizá en el corazón de alguien haya esos deseos, pues no saben la cruz que implica ese ministerio. Si alguien luchara por ese cargo, eso mismo sería motivo suficiente para rechazarlo, como dicen que decía San Juan Pablo II: “Volentibus, nolumus” (a los que quieran, no los queremos). Sin embargo, el Papa Francisco se ha quejado de que, en la Curia Romana, ha habido casos de lo que él llama carrerismo, es decir, de quienes se sienten con derecho a ascensos y luchan por ello. La ambición de poder es una tentación en todas partes.
En las comunidades indígenas tradicionales, nadie hace campaña para un puesto, sino que la comunidad, en asamblea, elige a quien tiene las cualidades que ese cargo requiere, a veces incluso contra su voluntad.
Muchos no quieren aceptar, porque ello implica tiempo, dinero y desvelos por los demás, sin retribuciones económicas. Es el mismo procedimiento para la presentación de candidatos al diaconado permanente; nadie lo pide para sí; nadie se mueve con influencias ante el obispo para que se le designe; es la comunidad la que lo propone, el equipo pastoral local lo discierne y el obispo decide. Es otra forma de concebir y vivir los cargos comunitarios. Sin embargo, hay pueblos originarios donde se ha perdido este sentido social y gratuito de los cargos como un servicio, y se han contaminado con la ambición del dinero. El pecado puede estar en todas partes.
Pensar
Ni los mismos apóstoles estuvieron libres de la tentación del poder. Dice el evangelista Marcos: “Llegaron a Cafarnaún. Cuando ya Jesús estaba en casa, les preguntó: ‘¿De qué discutían por el camino?’. Se quedaron callados, porque en el camino habían discutido entre ellos quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: ‘Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y el servidor de todos’ ” (Mc 9,33-35).
Y más adelante, cuando Santiago y Juan le piden los puestos más importantes, Jesús les dijo: “Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes entre los pueblos paganos los dominan con tiranía y los poderosos abusan de su poder. ¡Que no sea así entre ustedes! Al contrario, el que quiera ser importante que se haga servidor de los demás, y el que quiera ser el primero entre ustedes que se haga esclavo de todos, porque el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,42-45).
El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, afirma: “La mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores. Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. Por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos. No se recoge su parte de verdad, sus valores, y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia del más fuerte. La política ya no es así una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y el bien común, sino sólo recetas inmediatistas de marketing que encuentran en la destrucción del otro el recurso más eficaz. En este juego mezquino de las descalificaciones, el debate es manipulado hacia el estado permanente de cuestionamiento y confrontación” (15).
“En esta pugna de intereses que nos enfrenta a todos contra todos, donde vencer pasa a ser sinónimo de destruir, ¿cómo es posible levantar la cabeza para reconocer al vecino o para ponerse al lado del que está caído en el camino? Un proyecto con grandes objetivos para el desarrollo de toda la humanidad hoy suena a delirio. Aumentan las distancias entre nosotros, y la marcha dura y lenta hacia un mundo unido y más justo sufre un nuevo y drástico retroceso” (16).
Actuar
Quienes tenemos algún cargo, en la familia o en la comunidad, ojalá lo desempeñemos como servidores de los demás, y no como dominadores, ni ambiciosos de más poder y de más dinero.