Aunque, tristemente, los debates del mundo católico hace mucho que dejaron de resultar relevantes para el común de las gentes, sospecho que entre las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan sigue existiendo interés hacia estas cuestiones. No me resisto, por ello, a echar un cuarto a espadas en la polémica suscitada por el libro La opción benedictina, de Rod Dreher, publicado en España por Encuentro y saludado encomiásticamente por el catolicismo pompier. Creo, además, que este cuarto a espadas puede resultar también interesante para los detractores del catolicismo, que así descubrirán con pasmo que el enemigo está hecho unos zorros.
La opción benedictina se subtitula elocuentemente Una estrategia para los cristianos en una sociedad postcristiana. Su autor es un periodista conservador estadounidense que, después de criarse como metodista, se hizo católico; para después, escandalizado por los abusos pedófilos de cierto clero católico, hacerse ortodoxo. Este baile de San Vito religioso ya nos presenta a Dreher como un converso saltimbanqui y con poco fundamento (amén de fácilmente impresionable); pero la lectura de su libro, de un estilo literario mazorral y una línea argumentativa simplona, nos confirma que la cultura católica se halla sumida en un estado de postración preocupante. Nada nos ha parecido, sin embargo, tan molesto en la lectura como el tufillo de falso chestertonismo con que el autor ha envuelto sus tesis, tan poco chestertonianas.
Dreher propone como espejo o inspiración para los cristianos de nuestro tiempo las comunidades monacales instituidas por San Benito de Nursia, tan importantes en la cristianización de una Europa acechada por la barbarie. También los cristianos de nuestra época deberían, a su juicio, abandonar un mundo infestado por ideas y actitudes adversas y retirarse a los márgenes de la sociedad, fundando pequeñas comunidades desde las que sea posible la restauración del orden cristiano. Una restauración que debe abandonar cualquier esperanza de reconstruir ‘desde arriba’ (o sea, desde instancias políticas, en poder del enemigo), para centrarse en una restauración ‘desde abajo’.
El primer error de Dreher se halla en la sublimación kitsch y típicamente yanqui de la encomiable labor realizada por San Benito de Nursia. Pues lo cierto es que la extensión de la forma de vida benedictina hubiese sido inconcebible si Carlomagno no la hubiese impuesto en todos los monasterios que se hallaban bajo su protección. Sin el amparo del poder político, la labor de San Benito no hubiese obtenido los resultados espectaculares de todos conocidos; y omitir este hecho denota (amén de una ignorancia notable) un pensamiento caótico típicamente moderno, construido con retazos de mitificaciones emotivistas que sólo conducen a visiones idealizadas (y, a la postre, delirantes) de la Historia. La época dorada de la Cristiandad, como señala León XIII en su encíclica Inmortale Dei, «fue un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados». Y para que esto ocurriera, tal filosofía tuvo que ser impulsada desde los palacios. Por lo demás, hubo otras muchas ‘opciones’, aun dentro de la vida religiosa, que hicieron posible la Cristiandad, aparte de la benedictina: hubo un clero secular que –con apoyo político– se encargó de construir las catedrales; hubo órdenes más ‘mundanas’, como la Compañía de Jesús, que se encargaron –con apoyo político– de evangelizar el Nuevo Mundo o de presentar batalla a Lutero y sus mariachis. Dreher, en fin, además de ignorar el apoyo político que recibió San Benito, atribuye a la ‘opción benedictina’ logros que corresponden a otras ‘opciones’ de vida religiosa, incurriendo en el llamado ‘arqueologismo’, un arbitrario y selectivo modo de mirar hacia el pasado, tomando lo que de él nos conviene para urdir un falso relato histórico y luego meterlo con calzador como argumento de autoridad en defensa de una tesis que se presenta disfrazada de tradicional, cuando en realidad es una tesis típicamente liberal, como veremos en el próximo artículo.
Renunciar a la política, como propone Dreher, es siempre un dislate; pero además –como denuncia Carmelo López-Arias en una reseña sobre La opción benedictina publicada en la revista Verbo– equivale a sustraerse cobardemente de las obligaciones que tenemos contraídas con la comunidad a la que pertenecemos: «El hombre es un ser social porque nace vinculado a otros con lazos que no puede sustituir por otros de su elección, por elevadas que sean las motivaciones. Nuestro deber de contribuir al bien común persiste incluso en condiciones de disociedad».
(Continuará)