Durante décadas del siglo pasado Vladimir Ilich Uliánov, alias Lenin, fue el hombre más importante de su tiempo. Teórico, líder revolucionario, jefe de gobierno, su ejemplo, sus textos, parecieron dominar el mundo y ser la gran fuente de inspiración que debía cambiarlo todo. Su obra era objeto de culto, no solo entre los suyos, que eran muchos, sino en todo revolucionario que se apreciase como tal. Más todavía, constituía una fuente de saber académico que dio lugar a miles de exegesis, glosas y cometarios en libros y artículos. Su herencia fundamentaba a regímenes que incorporaban la mayor superficie y población de todo el orbe. Su palabra era canónica, y su vida fue la de un triunfador. Dirigió una revolución ganadora contra un imperio y un régimen milenario, el zarismo, y él mismo se convirtió en el nuevo gobernante indiscutido. Su palabra no solo era ley, sino la vida y la hacienda de todos los demás. Concibió un régimen y un estado a su imagen y semejanza, y tras su muerte, extraña y dolorosa, se produjo durante muchas más décadas un culto laico a su cuerpo momificado y guardado en un mausoleo en la Plaza Roja de Moscú.
Pablo de Tarso, por su parte, fue todo lo contrario a un triunfador, bajo baremos humanos. Toda su vida vivió a salto de mata, combinando su trabajo personal con la ayuda caritativa de familias que buenamente lo acogían en su eterno deambular. No vio otro triunfo que algunos centenares de conversiones, y también vivió conflictos e incomprensiones entre los suyos. Nunca pudo decir humanamente “¡He ganado!”, pero a pesar de ello lo dijo y reiteró. Fue reiteradamente perseguido, apaleado, expulsado de las ciudades donde predicaba, desprestigiado y calumniado, y finalmente detenido en manos del Imperio y trasladado a Roma, donde al cabo de un tiempo fue decapitado. Para cualquiera que mirara su trayectoria en su época y pudiera conocer sus detalles, Pablo era un fracasado, un marginal en medio de un grupo de marginales que predicaba ideas escandalosas como la de un crucificado por Roma, que después de muerto resucito, habló y fue visto, para finalmente ascender al Cielo, es decir, formar parte de la dimensión eterna a la que pertenecía.
Pero, con el paso del tiempo y a pesar de que Lenin es, en términos históricos, muy reciente, ha quedado fuera de juego, ha sido olvidado, incluso por los propios marxistas. Nadie en este tiempo se declara leninista, sus textos son letra muerta, han sido superados por la realidad, han sido flor de un día, sus ideas no mueven ni cuentan para nada.
Mientras, y a pesar de los 2000 años transcurridos, los textos de Pablo son leídos cada día por cientos de millones de personas. Son canónicamente leídos todos los domingos, y esto sucede en el mundo católico y, más allá, en todo el ámbito cristiano. Para miles de millones de personas la palabra de Pablo después de tanto tiempo sigue viva, tanto que todavía es fuente de debates, estudios y polémicas.
Lenin sirvió al mundo en nombre del mundo y ahora es polvo. San Pablo sirvió a Dios y su mirada hacia el Mundo, es vida. El resultado está a la vista, en la memoria de la humanidad y en la magnitud y perduración de las transformaciones que sus ideas han dado lugar. Uno está convertido en polvareda de la historia; el otro sigue construyendo el presente y el futuro.
Es necesario reflexionar sobre este tipo de evidencia ahora que una parte de la institución eclesial, una parte de sus príncipes, recuerdan cada día más el arrianismo que tan bien estudió ese gran converso que ha sido el Cardenal Newman, santo de Dios. Perder literalmente el culo para seguir y servir al mundo, en lugar de transmitir la visión de Dios, que en muchas ocasiones se opone al mundo, es hacer de Vladimires religiosos de vía estrecha.
Fuente: Forum Libertas