Una de las grandes ventajas del trabajo universitario es la de estar constantemente rodeado de gente joven: personas -de ordinario- llenas de ilusiones y con admirables ganas de aprender. Aunque muchas veces sean frágiles por tener una débil voluntad, casi siempre tienen un corazón grande.
En contraste, cuántas veces los mayores hemos encogido nuestro corazón envolviéndolo en una hermética coraza, casi siempre para evitar el sufrimiento. Personas de corazón estrecho, en el que apenas hay un resquicio, una rendija, por la que colarse.
No hay otro secreto: querer y sentirse querido. Eso es lo que todos necesitamos. Las heridas en nuestra sensibilidad pueden ser ocasión para que el corazón crezca, supere las estrecheces opresoras del egoísmo y se abra decididamente a los demás. Esto requiere valentía personal porque hay que superar el miedo a ser rechazado: abrirse a los demás implica muchas veces problemas, pero libera de la cárcel de la soledad.
El corazón está llamado a crecer ilimitadamente: es el centro de nuestra vitalidad. Si deja de crecer o, más aún, si se estrecha, comienza a morir. Para ser siempre joven nuestro corazón debe crecer con cada latido y así entrar en sintonía con los demás.