Tras mi fractura del húmero, que todavía hoy me dificulta escribir y otras actividades, he tenido en cambio más tiempo para reflexionar, meditar y rezar. No es extraño que también haya pensado en la muerte.
Recuerdo en este punto lo que me dijo un sacerdote, que sabía que iba a morir a las pocas semanas: «A mí me importa muchísimo lo que piense de mí Dios, algo lo que yo pienso de mí, nada lo que opinen los demás».
La muerte nos plantea el problema de mis relaciones con Dios. Ante todo, ¿quién es Dios? San Juan nos lo define así: «Dios es Amor» (1 Jn 4,8 y 16), y «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Ahora bien, como dice San Agustín: «el Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Dios nos pide que también nosotros le queramos.
Ahora bien, ¿esto es así? Recuerdo que hace unos años, cuando me planteé la pregunta, mi contestación fue: «Sí, pero mas bien muy poco». En este punto no puedo por menos de envidiar a mi patrono San Pedro, quien ante esta pregunta de Jesús, pudo contestarle: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Mi contestación seguramente tendría que ser: «Tú sabes que me gustaría quererte».
Pero también sé que Dios no es imparcial en el asunto de nuestra salvación y por eso ha muerto por nosotros y que está dispuesto a ayudarnos de todas las formas posibles, aunque siempre respetando nuestra libertad y por eso leemos en el Antiguo Testamento en el Salmo 116,15: «Preciosa es a los ojos de Yahvé la muerte de sus santos», sin olvidar lo que dice el Nuevo Testamento en el Evangelio de San Mateo 25,34-35 cuando Jesús diga: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer…».
Con una visión de fe, el panorama es muy consolador. Las preguntas sobre los grandes interrogantes del hombre encuentran respuesta: ¿la vida tiene sentido?, ¿cuál?, ¿para qué estamos en este mundo?, ¿existe algo más allá de la muerte?, y sobre todo ¿podremos ser felices siempre? Para el creyente todas estas preguntas tienen contestación positiva. Por supuesto estamos convencidos que la vida tiene sentido, que ése no es otro sino amar y ser amado y pasar por este mundo haciendo el bien.
Entre las muertes santas que he presenciado recuerdo una relativamente reciente. El enfermo, al recibir la Unción rodeado de su familia, nos hizo después brindar con champán, porque había recibido un sacramento que le acercaba a Cristo Expresó que su máximo deseo era la salvación de todos sus hijos y nos dijo que para él la muerte, era como cruzar una puerta, detrás de la cual estaba Dios. Tampoco puedo olvidar, la de un chico de catorce años, aparentemente sano, pero que sabía que tenía una enfermedad mortal, que cuando sus amigos hablaban de donde ‘pasar las siguientes vacaciones, dijo simplemente: «Yo estaré en el cielo», como así fue.
Por ello, ante la perspectiva de la muerte, un cristiano debe tener la siguiente mentalidad: estamos en manos de Jesús y de la Virgen, que me quieren mucho más que yo a mí mismo. Nos pase lo que nos pase, aunque sea morirme, si vivimos en gracia de Dios, siempre será lo mejor para nosotros. Pero tomémonos en serio eso de vivir en gracia de Dios.
Recordemos también que el informar sobre el próximo fallecimiento es un deber de los familiares cercanos, quienes han de hacerlo antes que el enfermo pierda la cabeza, ya que la muerte es algo de enorme importancia en nuestra existencia y por ello tenemos el derecho de ser informados sobre su proximidad, así como el deber de prepararnos a ella adecuadamente como cristianos que somos.